La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, de Bohumil Hrabal (Galaxia Gutenberg) Traducción de Monika Zgustova | por Juan Jiménez García
Entre las novelas con un claro componente autobiográfico del escritor checo, La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo estaría dedicada al padre. Al padre y al tío Pepin, cierto, pero al tío Pepin están dedicadas, de una manera u otra, las obras completas de Bohumil Hrabal. Parte de un tríptico que englobaría Tijeretazos (aquí traducida como Personajes en un paisaje de infancia), centrada en la madre, y Harlekýnovy milióny (Los millones del Arlequín), la última, no traducida en nuestro país. Personajes… y La pequeña ciudad… serían, después de todo, el retrato del tiempo de una infancia, pero también de aquella fábrica de cervezas de la que el padre fue gerente, de aquellos años y aquellas gentes que se precipitan hacia el final de una época, de un mundo feliz hacia un gusto amargo. Adiós a todo eso.
Franzin debería estar contento. Tiene una mujer encantadora, un trabajo de gerente en una fábrica de cerveza y una motocicleta Orión. Todo esto, más algún hijo, podría ser la definición de una cierta idea de la felicidad. Y sería exacto y nos equivocaríamos bien poco si no fuera porque en todo día soleado acaba por aparecer alguna nube. Y, a veces, hasta muchas nubes y alguna tormenta. Las nubes llegaron con su hermano, Pepin, y desde entonces no hay día que no llueva en algún rincón de su vida. Para su mujer todo está bien. Ella es cómo es, alegre y con un pasado alocado, que perdió con su cabellera sacrificada. Y, ciertamente, Pepin, entre voces e historias alocadas, sacadas de su vida con unas gotas de realidad y mucho de imaginación, es la loca alegría de cualquier momento. El buen bebedor Švejk y sus leyendas y romances. Como aquel, tiene argumentos para todo. Conocedor de los saberes necesarios para ser un hombre de mundo, no es precisamente aquello que necesita la ordenada existencia de su hermano Franzin. Y lo que era una cuestión de días, una fugaz visita, se convierte en una vida compartida en la pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo.
Porque tras la ternura de aquellos días pasados, llegará el fin de los buenos tiempos. La fábrica se colectiviza, nadie tiene nada contra Franzin, un buen hombre, pero estamos en tiempos de revoluciones y las revoluciones consisten en cambiar cosas, aunque no siempre sean aquellas que debían ser cambiadas. El padre se encuentra con la necesidad de empezar de nuevo, y un camión abandonado le mostrará lo confundido que estuvo todos estos años: él quería ser camionero. Como tantas veces en Hrabal (y él algo sabía del tema) encontrar a lo que agarrarse en la adversidad, sin pensar demasiado en aquello que se perdió. Esa frase: la vida es triste pero bella. Pero no todo acabará ahí y vendrán nuevas derrotas, unas derrotas bellas como fuegos artificiales. Hasta que todo acabe, cuando el tío Pepin no tenga ya nada que contar, perdido en sus pantalones. Y es que el tío Pepin callado es una prueba irrefutable de la llegada del fin del mundo.
Qué decir, llegados hasta aquí. Últimas páginas, últimas palabras, el viento que se llevaba la gloriosa gorra de los tiempos antiguos, se lleva ahora todo, menos aquello que no se quiere ir. Miedos, temores. Volver sobre esta pequeña ciudad, muchos años después, más viejo, pero no más listo. Recordar las conmociones de entonces, vueltas ahora, en un libro entre el humor y (sí, de nuevo) la tristeza. Y pensar que estar es eso, cruzar puentes suspendidos. Cómo tituló Monika Zgustova, traductora, a su insustituible biografía sobre el escritor checo, los frutos amargos del jardín de las delicias.