Vidorra, de Jean-Pierre Martinet (Underwood) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Juan Jiménez García
Jean-Pierre Martinet por Jean-Pierre Martinet: Partiendo de la nada, siguió una trayectoria ejemplar: no llegó a ningún lado. De Albert T’Serstevens dijo: ¡Un gran escritor escandalosamente desconocido! Y ya nos vale para hablar de él mismo. La primera vez que oí hablar de él fue en la recomendación de Diego Luis Sanromán. Underwood no hacía mucho que había publicado Vidorra. Seguir esa trayectoria ejemplar me llevó hasta Mathieu Bénézet, poeta, pero también productor de radio. Le había dedicado una de sus Reconnaissances. Las habré escuchado un centenar de veces. En algún momento, creí saberme el programa de memoria. Mi tendencia perecquiana a agotar los lugares. Buscar sus libros: todo un acontecimiento. Sí, estaba la promesa de Jérôme, su obra magna. Ha pasado algún tiempo desde ese día de invierno. Jean-Pierre Martinet empezó en la televisión, pero aquello no le decía nada. Pudo haber llevado una vida medianamente acomodada, pero decidió lanzarse a la fosa común de la literatura. La miseria, el fracaso de Jérôme y una pequeña herencia le llevan hasta Tours, donde monta un quiosco, ideal para un espíritu contemplativo, como dice ser. En el quiosco papelería se empeña en vender novela negra, con un escaparate en el que pone alguna esperanza. Será un fracaso más en una sucesión de fracasos. Sin ilusión por nada, no pido mucho, le escribe a su amigo Alfred Eibel. Algún año más y la muerte. Unas pocas novelas, inmensas, grandes o pequeñas, alguna traducción, algún libro sobre él. Fundido en negro, negro oscuro.
Vidorra es poco más que un relato pero en el está contenida su obra. En su momento pensé que era un Céline con algo de esperanza y con moderado odio. Vuelto a leer, es posible. Su protagonista es Adolphe Marlaud, un hombre reducido a su mínima expresión. Ni con calzas llega a ser poco más que un enano. Trabaja en una funeraria, con un dueño que solo espera de él adulación y puntualidad. Desde su casa puede ver el cementerio y, desde allí, la tumba de su padre. Aspira a comprarse un rifle con mira telescópica para matar a los gatos que la frecuentan. Su trabajo le lleva a pasar por delante de una minúscula portería, y allí está su enorme portera, admiradora de Luis Mariano y del amor. Con ella mantiene una relación pasional, en la que él, como en la vida, no juega más que un papel pasivo, un objeto más. Un día su cuerpo será absorbido por ese otro cuerpo, teme. Y esa es toda su gran vida. Una sucesión de frustraciones poco iluminada. Adolphe Marlaud tiene una opinión sobre esa vida que nos remite a Jean-Pierre Martinet: A decir verdad, no deseaba grandes cosas. Mi norma de conducta era simple: vivir lo menos posible para sufrir lo menos posible.
Jean-Pierre Martinet aún tiene la manía de creer en algo. Hasta una existencia miserable aporta algo de riesgo y de riego sanguíneo. Incluso en la más inoperante de las vidas puede ocurrir algo, aunque sea acabar con la vida de alguien o matar cuatro gatos. Incluso hay un espacio para la rebeldía y el erotismo. Hasta el ser más pequeño, ese Adolfito, puede tener una pasión de la que huir. Perder, vivir en el constante derrota puede ser más trabajoso y agotador que triunfar. Sí, debe haber algo por ahí fuera, fuera de esas calles inmundas, de esa funeraria, de ese cubículo de portería, fuera de la señora C., pero está muy lejos, es casi inalcanzable. Sabe que empezará disparando a esos animales perturbadores de tumbas y acabará disparando a la humanidad entera para terminar con él mismo. Su melancólica aportación a un mundo de víctimas.