Diarios, de Iñaki Uriarte (Pepitas) | por Juan Jiménez García
Y hasta aquí llegaron los Diarios de Iñaki Uriarte. Él sigue. No los había leído en ninguna de sus ediciones anteriores (tres volúmenes abarcando una década) y la reunión de todos ellos más un epílogo (de manos de Pepitas, como siempre) era una buena oportunidad para ponerse no al día (porque estamos hablando de algo que se termina en 2009) pero si para acercarse a una obra ya reconocida (y ahora debería decir aquí lo del culto… pero no quiero). La tradición de los diarios es larga y yo la he frecuentado poco. Nunca fui capaz de escribir ninguno y todos mis (efímeros) intentos me producen una vergüenza terrible. Al final me gusta pensar que aquello que tengo que contar está en los cientos de libros que andan rodeándome, de estantería en estantería, y que, por tanto, también ahora está en este. Y es que creo que leer un diario no es una forma de voyeurismo sino más bien una manera como otra cualquier de buscarse. Buscarse en otro. Reconocerse en sus propias palabras. Y en eso he estado durante unas semanas, mientras leía las aventuras, desventuras, dudas, temores, recuerdos y otras cosas, de Iñaki Uriarte.
Iñaki Uriarte presume de no trabajar. Bueno, no sé si de eso exactamente. Quiero decir que en un momento determinado de su juventud decidió no trabajar y en esas sigue. Sí, ha escrito para periódicos y demás, pero trabajar, lo que se dice trabajar… Con una pequeña renta de algún alquiler de algún piso heredado, ha logrado hacer lo que quería, lo cual no te evita preocupaciones e incluso depresiones, pero al menos son por otros motivos menos ajenos. Otros enfermamos de los problemas de los demás. Su defensa del no trabajar, su amor por Montaigne y su querencia por Benidorm (sí, Benidorm) se convierten en tres curiosos ejes de su vida. Y María, claro. Y el gato Borges. Y el otro Borges, el escritor. Le da tranquilidad pensar que siempre está quejándose y escribiendo sobre lo mismo y a nosotros, lectores, nos va bien. También está aita y ama, es decir su padre y su madre. Se conocieron en Nueva York, dónde nació él, por otro lado, aunque los dos eran de aquí. Volvieron y Nueva York y una pensión junto a Central Park fue otro motivo recurrente. Y Bilbao. Y San Sebastián. Los lugares de una fuga, que diría Georges Perec. Quién sabe si (sin salir de Perec) un diario no es un intento de agotamiento de uno mismo, de aquellos que conoció y de los sitios en los que estuvo. De su vida.
Y entre todo, están los amigos y familiares. Y también lo que no se tuvo ni se quiso tener, como los hijos. Y estos diarios que se escribieron sin pensar en ser publicados, seguían ahí, siempre imprecisos en fechas (más allá del año) y con una distancia breve pero suficiente. Unos diarios que también atraviesan un momento crucial del País Vasco (el final de ETA) pero que, después de todo, son la vida de un hombre. Una vida que mira al pasado alguna que otra vez, vive en el presente y piensa, a ratos, en el futuro. Desde un cierto humor y también desde un cierto desencanto, tal vez porque una cosa implica a la otra y ya sabemos que nadie mejor para interpretar un drama que un cómico. Cuando terminamos su lectura no nos quedamos esperando algo más. Es como si hubieran alcanzado el número de páginas correcto, el número de días necesario. Tal vez eso demuestre que no había una necesidad de mirar la vida de alguien sino de compartir alguna impresiones. La confirmación de que un diario es cosa de dos: de aquel que escribe para alguien al que más de una vez se niega y de todos aquellos que lo leerán y lo completarán con su propia vida.