Sobre el fuego, de Larry Brown (Dirty Works). Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Larry Brown | Sobre el fuego

Cada vez que escribo sobre Larry Brown me digo que sus personajes tienen una alta tolerancia a las calamidades. Uno lee Trabajo sucio con la necesidad de poner la oreja y captar los diálogos terminales de sus protagonistas, porque están tan reventados que es difícil que haya acto humano mayor que escuchar esas últimas historias antes de que se pierdan en el tiempo. Hay violencia, hay poesía, hay verdad, y Brown planea sobre las vidas de sus criaturas con sencillez, casi con modestia, permitiéndoles explicarse con esa cortesía que contrasta con el entorno enrarecido, a ratos brutal, en el que se gestan los relatos.

Sobre el fuego es una biografía, un cuaderno de apuntes, una reflexión en primera persona y una tentativa de acercarse a la figura de Brown. A ese Brown que abandona el Cuerpo de Bomberos para llevar a cabo su transición al mundo de la escritura. Que se encuentra, por tanto, entre dos mundos, entre dos tiempos que, paradójicamente, acaban solapados. Porque, de alguna manera, el uno (el trabajo) nutre al otro (la escritura). Cualquiera que lea a Brown notará su destreza a la hora de narrar una escena, de colocarnos en antecedentes, ya sea de un accidente o de la rutina del parque de bomberos, mientras en paralelo no deja de explicar los esfuerzos y la meticulosidad del trabajo para conseguir liberar a una persona atrapada entre el amasijo de hierros al que ha quedado reducido un coche. Así, Brown une la fuerza literaria con el retrato transparente de un oficio, el factor humano desnudo de cualquier glorificación. Expuesto con crudeza, que es lo que precisamente le concede esa parte de humanidad.

Brown tiene la habilidad de escribir sin reparos. No cuesta imaginarlo aullando por una carretera de Oxford junto a sus compañeros de turno, bebiéndose una caja de cervezas antes de entrar de servicio o al acabar el largo día. Y tampoco cuesta entrar en su microcosmos familiar, en el retrato de su mujer y su hijo, en sus cuitas como escritor primerizo que no para de llenar hojas con historias hasta que cuajan en relatos como los de Dar la cara. En los que no faltan recursos, estilos, mezclas arriesgadas que Brown capea con la gracia que concede el Sur de Estados Unidos. Cuando el paisaje nada más salir al patio de casa es lo suficientemente literario como para no necesitar de muchas palabras para otorgarle el punto justo de belleza. Basta con escribir lo que se ve, lo que se huele, lo que se escucha. Y ahí Larry Brown es el mejor. Tanto da si habla de un separador hidráulico Hurst, de la angustia cuando el calor derrite hasta el material más ignífugo o del mareo por la acumulación de humo mientras tratan de peinar una planta en busca de algún rastro humano. Tanto da si se trata de una noche en Mississippi. Con una cerveza, con unas pocas estrellas en el cielo o con alguna amistad que pasa a saludar. En todo momento Brown concede dimensión a lo insignificante y a lo significativo. Sin brillo, sin subrayado, dejando que sean las voces de los verdaderos conocidos las que se cuelen en el esqueleto de ficción con las que los ha abrigado.

En comparación con el volumen de los Estados Unidos, las historias de Larry Brown apenas rascan los márgenes. Sus perdedores no tienen lugar en la gran literatura, por mucho que las dinastías al borde de la desaparición de William Faulkner sí lo tuviesen. Y, sin embargo, nadie puede negar que siempre hay algo más en la obra de Brown. Algo que palpita, que vive, que nos remueve, que muerde y que, en algunos casos, nos devasta. Que nos invita a compadecernos de sus criaturas, de la fragilidad de esas comunidades humanas sacudidas por la mala economía y la falta de salidas. Historias de excesiva humanidad que Brown siempre logra convertir en reales, en cercanas, en llamadas a escuchar a ese coro de voces que se agitan sobre las páginas. En Sobre el fuego se escuchan sirenas, risas, el crepitar del fuego y el metal retorcido o cortado por la sierra, las anillas de las latas y la cerveza surgiendo a lo bruto. Y Brown anota pacientemente cada cosa, cada rostro y cada anécdota, consciente de que tal vez no sean importantes ni sirvan para apuntalar su visión del mundo, pero sí, en cambio, son los engranajes de su escritura, de su estilo, y los que nos transmiten con toda su espontaneidad el lugar que ocupa su autor en todo esto. Frente a la resignación de muchas de sus historias, uno acaba este pequeño recorrido biográfico de Brown con la sensación de haber asistido a una reflexión sobre el sistema laboral norteamericano, a una consideración sobre la idea de oficio y, en fin, a las preocupaciones de su autor cuando llega la literatura a su vida y todo ese mundo suyo se tambalea de arriba abajo. Libro de cambios, de vidas y personas, de confesiones y de relatos que nos obligan a poner la oreja. A escuchar. A entender. A conocer, si cabe un poco más, a Larry Brown.


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