La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, de Eric D. Weitz (Turner) Traducción de Gregorio Cantera y Ana Bravo | por Juan Jiménez García
Han pasado cien años. Cien años desde aquel mil novecientos diecinueve. La Primera Guerra Mundial había acabado el año anterior con la derrota la Alemania y la descomposición del Imperio Austro-Húngaro. El mundo de entonces quedaba hecho pedazos y con él los habitantes de aquellos imperios viejos y polvorientos, pensados para la guerra, una guerra que habían perdido. Cuando has crecido, vivido, con esa sola idea en la cabeza, ¿qué queda? Nada. La derrota fue un desastre total para Alemania, tanto física como espiritualmente. Desde luego, también a nivel económico. Las consecuencias de la guerra, cómo los vencedores administraron esa derrota, instalaron las bases de otra, más devastadora aún. Más terrible. Me gusta el subtítulo del libro de Eric D. Weitz: Presagio y tragedia. Dos palabras para resumir veinte años. Los veinte años entre una derrota y otra. Cómo no ver en las intuiciones de antes las intuiciones de ahora… Sí. Han pasado todos estos años y no hemos aprendido nada. Entiendo que una de las maneras que se ha buscado el ser humano para sobrevivir (para sobrevivirse) es su capacidad de olvidar, asumiendo el riesgo de repetir los errores una y otra vez. No, no vendrá un nuevo Hitler. Porque no es en absoluto necesario. Los poderes de siempre han mejorado sus mecanismos de control. No necesitan figuras mesiánicas y un idiota es suficiente (no es necesario dar ejemplos recientes). Poco más que un espantapájaros. El mismo gusto por la sobreactuación, pero sin la necesidad de la violencia, que puede producir resultados inesperados.
La República de Weimar fue el intento de construir otra cosa y el comienzo de un mundo (y una manera de entender) realmente moderna. Es complicado utilizar ahora la palabra modernidad, otro de esos términos manoseados que han terminado arrastrados por el fango y cuyo significado es incierto. La transición de ese mundo viejo al intento de algo nuevo fue a todos los niveles. Desapareció la monarquía y se intentó algo parecido a la democracia. Se intentó, además, que ese democracia fuera lo más plena posible. Se reformó el Estado para intentar llegar también a los más desfavorecidos (la jornada laboral de cuarenta horas, el subsidio de desempleo, etcétera) y, mientras tanto, los avances tecnológicos cambiaron incluso el sentido de la vida. En las fábricas la implantación de maquinas y cadenas de trabajo; en el ocio, la aparición de extensión de la radio, del cine, de los medios de comunicación de masas (y de paso, de la masa misma); en la cultura, un periodo de una intensidad poca veces vista en muchos campos. Pero Weimar, que era hija del cuerpo moribundo de un mundo agonizante, llevaba en su sangre todos los venenos. Unos venenos cuidadosamente administrados desde todos los frentes políticos: desde una derecha que nunca la quiso y solo esperaba hacerla desaparecer (hasta que lo logró) hasta una izquierda fragmentada, cobarde, asustada y (como siempre) ahogada por sus propias palabras, incapaz de ver más allá de sus propios intereses del momento.
La complejidad de aquellos años febriles (no olvidemos que la República atravesó es su corta vida tres crisis sin precedentes, capaces de hacer pedazos cualquier sistema) es importante. El resultado es conocido: la llegada del nazismo. Y también ahí no es tan sencillo como nos han querido contar, intentando (como se intentó en otros países) ofrecer una visión amable (dentro del asco general) que intentase salvar algún mueble (en forma de conciencia). Cierto: Hitler no llegó al poder con la mayoría de los votos. Cierto: Hitler llegó al poder de una forma democrática (como parte de una sucesión terrible de malos cálculos y decisiones lamentables, pero los votos estaban ahí). Pero no es menos cierto que Hitler no fue ninguna excepción, ningún bicho raro, sino un claro producto de su tiempo. De la sociedad, de la política, de la economía alemana de aquellos años. Ni tan siquiera sus ideas eran especialmente originales. Ni con respecto a los judíos ni con respecto a nada. Solo supo concretar todo lo que ya estaba ahí y aprovechar el instante (incluso para su propia sorpresa). Cogió aquello que dejaron en sus manos. Lo demás, son cosas que nos contamos para quedarnos más tranquilos. Como otras tantas. La República de Weimar, señala Eric D. Weitz, no se murió por nada. Su fin fue el resultado de un proceso de destrucción orquestado y mantenido por la derecha.
La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, es el relato de todo esto y mucho más. Su autor evita la narración lineal y seguir una sola línea, histórica, política, social o cultural. Sus capítulos recorren todo, desde la evolución de la economía, hasta los medios de prensa, desde el panorama de distintas artes hasta los medios de comunicación de masas, desde la política hasta el sexo. Todo son piezas que forman parte de la complejidad de aquellos años irrepetibles, que atrajeron sobre ellos todas las tormentas pero también algunos, muchos, momentos esenciales para entender el mundo de entonces e incluso el de ahora. Podemos verlo como un relato poliédrico o como una reunión de fragmentos que incluso pueden ser leídos de forma independiente, según nuestros intereses (aunque como escapar al conjunto, a ese apasionante chocar de esos fragmentos). Weitz no solo intenta contar lo que pasó, sino entenderlo, recorrer esos vasos comunicantes que conformaron aquellos años alemanes. Incluso tomar partido y responder a preguntas eternamente formuladas por todo aquel que se ha acercado de una manera u otra a esos años. El resultado es un libro sobre la fragilidad de la democracia, siempre en peligro, y de cómo esta puede ser utilizada para su propia destrucción o conversión en nada. Y de paso, nos da las claves para entender nuestra época, llena de tristes presagios. En nuestras manos está, tal vez (y tenemos que pensarlo así), evitar nuevas viejas tragedias…