Corazón que ríe, corazón que llora, de Maryse Condé (Impedimenta) Traducción de Martha Asunción Alonso | por Dara Scully
La infancia transcurre apacible, hermosa. Una hija tardía, de corazón francés y carne antillana, crece mimada en la casa familiar, bajo la mirada despreocupada del padre, la rigidez de la madre, el gesto tierno de la tata que cuida. Una niña cuyo universo es esencialmente interior; fuera, el sesgo de su clase, la pertenencia a un mundo mínimo que sólo tiene razón de ser en Guadalupe. El de los negros cuyo corazón pertenece a Francia, los que “se creen blancos”, educados, opulentos, atravesados por cierta altivez que los sitúa en un lugar inalcanzable. Para Maryse, la niña, la hija tardía, su madre es una reina. Su mundo es un lugar hermoso y despreocupado. Estudia en una buena escuela, el hermano mayor es su faro luminoso, una amiga aprieta fuerte su mano. Se desliza como un animalillo, voraz, poseída por cierto salvajismo, cierto deseo del instinto. Una infancia de una pureza que nos conmueve, a salvo en su pequeño palacio, ajena a la realidad de su isla. Porque Maryse nació en Guadalupe, pero su vida refleja esa Francia adorada; para su familia, el centro mismo de la existencia. Aunque allí, en esa Francia luminosa, los miren por encima del hombro. Aunque el rechazo sea sutil pero evidente.
Maryse crece, y sus palabras construyen su infancia, la multiplican, nos la entregan como un tesoro que late con suavidad en nuestra mano. Hay una despreocupación leve, pero también ese temblor salvaje, la rebelión futura, cierto peso que cae sobre los hijos tardíos cuyos padres son tal vez demasiado mayores. Cuando la vejez aceche, la brecha será demasiado grande. Pero hasta entonces, Maryse venera a la madre, su porte, su inteligencia, la dignidad con la que ha cimentado su vida. Pese a su rigidez y al temor que despierta en los otros. Pese a que, en el fondo, también Maryse intuya en ella una fractura. Una mancha en su rostro inmaculado. En sus gestos. La evidencia de haber renegado de lo que es, de su propia madre, de la pobreza, del criollo. La madre ha rechazado su herencia. Y Maryse, ciega durante su niñez, empieza a verlo con el tiempo, como el espejo que, durante años velado, nos revela ahora la crudeza de nuestro propio rostro.
Y también los otros nos la revelan. La niña Maryse habla con despreocupación; sin embargo, esconde aguijones en sus palabras. Piedras afiladísimas que nos hieren. Las blancas que no se juntan con las negras. La muchacha blanca que la golpea porque “te lo mereces, por negra”. La sumisión ignorante de la niña Maryse. Y allá en Francia, el desprecio velado a pesar de la riqueza del padre, del lujo, del porte de reina de su madre. Maryse comprende que habitar entre dos mundos significa no habitar en ninguno: ni negra ni blanca, pues los blancos ven sólo sus propios prejuicios y los negros rechazan la firmeza de sus pasos. Las ínfulas. El creer que les está permitido el mundo entero.
En Corazón que ríe, corazón que llora habita la belleza de la infancia de Maryse Condé, pero también, y sobre todo, la huella de un racismo soterrado, siempre presente, como un peso que hunde sus hombros frágiles. Pese al afecto, pese al mimo y el encierro, el deseo de la madre de una existencia hermética, alejada de la tierra, del tacto áspero de las raíces, la inteligencia de Maryse le revela qué es realmente su isla, qué implica el sometimiento de Francia, qué es ser negro en un mundo que aún dirigen los blancos. Y su adolescencia la llevará al furor de quien se rebela, ya en Francia, alejada del calor y el mar, de su belleza antillana, de todo aquello que conoció un día y hoy se muestra como superfluo. ¿Qué clase de vida llevaron allí?, se pregunta desde la perspectiva de los años. ¿Por qué sus padres renegaron de sus raíces? ¿Por qué deseaban ser como aquellos que los despreciaban? ¿Por qué ella, la mirada alta, la inteligencia, aceptó con una sumisión brutal el golpe de aquella niña blanca? Y este mundo intermedio, este ser y no ser, aísla a Maryse, que atraviesa su soledad sin guía, revolviéndose contra todo aquello que le es conocido. Como otros tantos hijos antes que ella, Maryse se aleja de los pasos de sus padres. Y nos entrega esta novela hermosa, esta infancia de aparente luz que sin embargo, soterrada y punzante, guarda dentro una crítica feroz hacia el racismo y hacia la destrucción que genera renegar de nuestras propias raíces en lugar de honrar y defender la esencia de lo que somos.