No hay una Estambul como no hay una ciudad. La ciudad es algo personal, como reza el subtítulo del libro de Orhan Pamuk, un conjunto de recuerdos. El presente, pero aún más, el pasado. Aun más Estambul, esa ciudad fronteriza no entre un país y otro, sino entre un oriente y un occidente. Entre un imperio, el Otomano, y una nueva República. Entre el fuego y las cenizas. Pero también, entre el niño y el adulto. Por eso el libro de Pamuk es un libro simétrico, como él no se cansa de señalar. Entre su vida y esa ciudad que, como cualquier ciudad, nunca llegaremos a conocer. Porque una ciudad es un misterio. Y porque las ciudades no responden a ningún plano, por muy precioso que este sea, sino a unas geografías íntimas, cambiantes, frágiles, siempre reinterpretadas, siempre en cuestión. La nueva edición ampliada de este libro emblemático en la obra del escritor turco, era buena oportunidad de volver sobre una ciudad misterio. Entre palabras e imágenes. Entre todas esas fotografías de un niño, de un adolescente, entre las calles devastadas de una ciudad derrotada, vieja como el mundo, cansada, sin tiempo. Antes. Ahora, quién sabe.
Con el fin de los otomanos y la llegada del kermalismo, desaparecieron muchas cosas y aparecieron otras tantas. Se acabó el tiempo de los bajás, de los harenes, de ese oriente que buscaron escritores como Nerval, Gautier o Flaubert, ese oriente de los cementerios en la ciudad, con niños jugando entre las tumbas, sin ningún muro. También el trauma de los vencidos, que se unió a una aires de ser como los occidentales, por convicción o por prohibición de ser otra cosa. Ahora eran, como señala Pamuk, más pobres, más frágiles, más oprimidos y más paletos. Las reformas y los incendios iban construyendo una nueva ciudad. Mientras las viejas mansiones de madera a orillas del Bósforo iban ardiendo, el pasado se iba convirtiendo en cenizas. Vivir entre las ruinas de una civilización no es cualquier cosa. Para el escritor (pero también para el hombre), la palabra que mejor define todo esto es amargura. Una amargura que atravesará todo el siglo y, por supuesto, todo el libro. Una palabra que está detrás de todas las preguntas.
No es que Pamuk llevara una vida muy triste. De familia acomodada, su abuelo hizo mucho dinero. Tanto que ni tan siquiera su padre y su tío, de negocio ruinoso en negocio ruinoso, logran acabar completamente con ella. Pasa sus días en Edificiio Pamuk, construido por él y habitado por la familia, tíos y abuela incluidos. Mientras Estambul pasa ante sus ojos, que él cree de pintor (mientras piensa en ser arquitecto). Sus disputas a puñetazos con su hermano (dieciocho meses mayor que él, su primer amor, las disputas de sus padres), son esa otra parte de la simetría. Sus paseos por la destrucción estambulíe, entre aquellos habitantes más preocupados por sobrevivir que por pensar en todo lo que había quedado detrás, esa Historia hecha trizas. Si alguien no escribía sobre esa Estambul, si a alguien no le interesaba esa ciudad, era a los propios estambulíes. Instalados en la melancolía, Pamuk sigue escribiendo entre fotografías que nos hablan del fin del mundo. Y mientras, los barcos siguen atravesando el Bósforo, entre la niebla, entre los vehículos caídos, entre los suicidas del puente de Gálata. Dice: La imagen de la ciudad que los estambulíes han hecho suya en el último siglo, amándola u odiándola, tiene mucho de pobreza, derrota y hundimiento.
Tal vez todo responda a un sueño. Al sueño de un niño que sueña una ciudad, Estambul. Que recorre sus calles, grises, tristes, míseras, pero suyas. Que recorre sus calles desde la distancia que da una vida feliz y despreocupada, la certeza de sobrevivir a todo eso. Entre las llamas de todos esos incendios, entre la ciudad vacía (aquella Estambul de un millón de habitantes, lejos muy lejos, de los diez actuales). Que busca, años después, encontrarla en las fotografías, como entonces la buscaba en los libros, de autores extranjeros, fundamentalmente, porque los turcos no escribían sobre ella. Poco, algunos. Que la buscaba en las páginas de una enciclopedia de las maravillas, saldada por unos centavos. Que la busca en los barrios más alejados, o en el suyo propio. Entre el humo y la niebla o la nieve de esos inviernos terribles, siberianos, dicen. Y sí, todo es amargo. La ciudad, sus habitantes, sus sentimientos, los de ellos. Pero de todo eso surgen un libro bellísimo, terriblemente bello. Capaz de hacernos pensar no en aquel Estambul que ya solo podrá ser el de Pamuk, sino en nosotros mismos, en nuestras ciudades, en la certeza de que cada uno de nosotros hemos vivido nuestros incendios y nuestras dudas.
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