Homo Lubitz, de Ricardo Menéndez Salmón (Seix Barral) | por Óscar Brox

Ricardo Menéndez Salmón | Homo Lubitz

En un momento de Homo Lubitz, uno de sus personajes afirma que todos, de una manera u otra, perseguimos una imagen. A un lector de la obra de Menéndez Salmón, sin duda, le vendrá a la cabeza aquella instantánea de la infancia de Mark Rothko, en una de las historias de La luz es más antigua que el amor, en la que el futuro pintor trataba de aislar en el marco de un cuadro imaginario el paisaje de su Lituania natal. Imagen que, más adelante, se multiplicaría en los infinitos trazos de sus pinturas. O ese cineasta en Medusa, cuyos ojos han absorbido todo el horror del mundo para proyectarlo sobre el arte. Un horror cuyas imágenes, huelga decirlo, le persiguen.

Tras su filosófico título, Homo Lubitz, se esconden estas dos clases de imágenes; las que perseguimos y aquellas otras que nos persiguen. El protagonista de la novela, O’Hara, vive atado a la fascinación por los accidentes; por esa colección de instantes fatales que determinan el curso del mundo. Y de entre todos ellos, el de Andreas Lubitz y el vuelo de Germanwings es el que permanece en su memoria. Como residuo o, ya avanzada la novela, como presagio de su futura colaboración en otro tipo de accidente. De eugenesia para entender los condicionantes y objetivos de su tiempo. De una época, que el escritor asturiano parece asumir en clave de distopía, en la que resulta aún más patente la distancia entre las esferas de aquellos que se dedican a tomar las decisiones importantes y la de aquellos otros que sufren sus consecuencias.

En gran parte de Homo Lubitz se suceden los ambientes hipertecnificados, situados en el pulmón de una China futurista, y los personajes vagamente perfilados cuyos nombres apenas dejan entrever un lugar de pertenencia, un sentimiento de arraigo. Como si, acaso, ese mundo futuro tan inminente proyectase con toda su fuerza el progresivo desapego que mostramos sobre nuestras comunidades, rasgos propios e identidades diluidas en las comodidades de nuestros entornos digitales. Y que, precisamente por eso, buscan con tanto empeño una especie de imagen primigenia a la que agarrarse. En la que buscar sentido. Razón. Las palabras para armar una biografía. De ahí que el periplo de O’Hara refleje, en parte, el periplo de este último sujeto contemporáneo, atrapado en un marasmo de imágenes que apenas le devuelven fragmentos de un mundo. Rostros conocidos, lugares soñados (esa Venecia que el autor plantea como mausoleo para su personaje) o anhelos inalcanzables. Algo, digamos una luz, que ilumine entre tanta tiniebla.

A Ricardo Menéndez Salmón, como al último Don DeLillo, le interesa abordar en su obra las relaciones entre el arte contemporáneo y la realidad; la forma en la que uno habla de la otra, y viceversa. Cómo reproducen, a través de diferentes discursos, una versión de la realidad. Del mundo. En Homo Lubitz asistiremos a la filmación de la tragedia de Germanwings a cargo de un anciano David Cronenberg, convertido en personaje de ficción, precisamente, para dejar constancia del peso que la creación, el audiovisual o lo digital tienen ahora mismo en nuestra manera de percibir las cosas. Cómo absorbemos el horror, cómo lo recordamos y lo evocamos, haciéndonos partícipes de un desastre de gran magnitud por mucha distancia, geográfica o sentimental, que nos separe de él. De ahí que no sea descabellado sugerir que Homo Lubitz sea un viaje a las tinieblas en el que su protagonista persigue una imagen, la de un lugar remoto de otro tiempo, en busca, tal vez, de las respuestas necesarias para entender las imágenes que le persiguen a él mismo. La fascinación. El terror. El miedo a convertirse en protagonista de uno de esos accidentes.

Frente a El sistema, la anterior novela de Menéndez Salmón, Homo Lubitz prefiere limitarse a coquetear con la ciencia-ficción sin abordarla en profundidad, dejando que los temas, los ambientes, el aire de thriller elemental que envuelve por momentos el relato, evoquen ideas de mayor calado. Menos preocupadas por advertir la coyuntura de un futuro cercano, más conscientes de que otro futuro está ya sucediendo. Entre balances y tablas, aplicado con soluciones higiénicas y pragmatismo, empeñado en entender lo humano como otro constructo de nuestra cultura contemporánea. Como las criptomonedas, las píldoras para crear paraísos artificiales más duraderos o el skyline de cualquier Cosmópolis China. Empeñado en hacer de la sustancia humana algo tan maleable, tan moldeable, como las fluctuaciones bursátiles.

Por eso, uno tiene la sensación de que, tras las páginas de Homo Lubitz, Menéndez Salmón dibuja el retrato de una sociedad, aquí dominada por la figura de Control, en la que la imparable progresión de la tecnología se ha solapado inevitablemente con lo humano. En la que lo humano ya no se abre camino, sino que asiste, estupefacto, a una realidad en la que ya no sabe dónde se encuentra su lugar. Como las víctimas de Andreas Lubitz en los segundos antes de que aquel estrellara el avión sobre los Alpes franceses. Como ese O’Hara que, después de buscar incansablemente una imagen, se deja atrapar por aquellas otras que tanto tiempo le han perseguido. Convencido de que, en fin, el tiempo ha dejado de acumular vivencias, recuerdos, rostros y nombres del pasado, para proyectar la alargada sombra de ese accidente del que, tarde o temprano, seremos protagonistas. Como un presagio. O como la certeza de que, por mucho que el futuro lleve inscrito en su sino el signo del progreso, la realidad y la sociedad contemporánea viven en un permanente estado de derrumbe. Entre imágenes de su colapso y el bombardeo de estímulos. Entre lo que pudo ser y lo que inevitablemente es.

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