Dzhan, de Andréi Platónov (Fulgencio Pimentel) Traducción de Amaya Lacasa | por Juan Jiménez García
Qué vida tan extraña la de Andréi Platónov. Podemos pensar que intentó ser un buen comunista y que continuamente se encontraba en problemas con todo ello. Cierto que, en los tiempos de Stalin, era tan peligroso (o más) ser comunista como no serlo. Cualquier cosa servía para perderte, incluidos los cambios de humor del Camarada Stalin. Y también ahí tenía algo que contar el escritor. Cierto que, vistas las aventuras por las que pasaron sus libros, lo raro fue que no acabase en un gulag en una de esas. No tuvo tanta suerte uno de sus hijos, cuya muerte fue el preludio de la suya propia. Platónov estaba convencido de las bondades del sistema, pero la ironía le perdía, y las dudas le asaltaban alguna que otra vez. Y como la ironía le perdía, probó con el drama, y escribió Dzhan. Pero eso no le trajo mayor fortuna y menos correcciones. Solo recientemente se ha logrado restituir su versión original (salvada por su mujer). Y eso es, precisamente, lo que nos trae Fulgencio Pimentel en una edición de lujo, que incluye lo que era, lo que le hicieron hacer y las vueltas que dio, en las manos de unos cuantos. Incluido un revelador estudio sobre todo ello y la vida y obra de su autor. Y todo junto forma un conjunto casi indisoluble: vida, obra y problemas.
Dzhan quiere decir “alma que busca la felicidad”. Es importante tenerlo presente. Fundamentalmente el concepto de alma, entendido como lo último que le queda a un ser sin nada, despojado de todo. Nazar Chatagatáyev acaba de terminar sus estudios en Moscú. Hijo de una turcomana y un ruso, su destino es volver a su tierra para encontrarse con su pueblo, un pueblo nómada que habita en un rincón perdido de Asia, en esa suma de nadas que es el desierto. Su madre debe de seguir allí, años después. Y no solo ella. Se le encomienda la misión de rescatar a ese pueblo, un pueblo que encuentra al borde del abismo de la existencia. No parece quedar ya nada pare ellos más que la muerte, pero hasta esta les es esquiva. Vivir sin pensar en nada, como si no existieran, propone Nazar a su madre. Pero incluso en el desierto hay algo. Un día, unas ovejas famélicas, les indican el camino o el porvenir. Empiezan un último viaje tras ellas. Una odisea de hambre en la que emplean sus últimas fuerzas. Chatagatáyev duda si su misión es enterrarlos a todos o darles un nuevo lugar donde poder ser seres humanos y alcanzar ese paraíso en la tierra que debe ser el comunismo. Debe haber algo más que ese vivir porque uno ha nacido. Oraz Babayev dice: no se nos da bien vivir, lo intentamos todos los días.
Andréi Platónov construyó un libro terrible, pero lleno de esperanza. Lleno de esperanza porque está construido sobre la búsqueda, no siempre deseada, de un futuro. Cierto que Platónov pensaba que ese futuro lo daría el comunismo, pero como le pasaba a menudo, su visión de los hechos se enfrentaba a sus deseos, y la tensión se encuentra por toda su escritura. La incertidumbre entre aquel que quiere creer y aquel que ve. Entre todos esos viejos y esos viejos prematuros, hay un espacio para una cría, Aidim, que comparte ese viaje, y que no deja de ser la carne viva de esas esperanzas. Y también Ksenia, que se quedó en Moscú, esperando su regreso. El futuro es mujer. Dzhan, con su escritura como una ventisca, con sus palabras afiladas, con esa prosa construida sobre el mito, sobre la necesidad de la salvación, de existir, es una obra terrible, de una intensidad y una belleza brutales. Y brutal no es cualquier palabra, sino aquella sobre la que se construye todo un pueblo o el ser humano.
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