Las antologías de toda una vida de escritor tienen algo de intimidatorio y, a la vez, de excelente mapa de videojuego con mundo libre. Cada lector puede escoger por dónde comenzar el viaje, sin que se altere el sentido de las experiencias acumuladas de principio a fin. Puede que el orden cronológico otorgue un estudio sobre el crecimiento creativo, o que retar la geografía biográfica despierte una sucesión de puzzles que se explican por temáticas, caracteres y símbolos afines.
En Quemar las naves, el gran recopilatorio de los cuentos de la escritora y poeta inglesa Angela Carter publicado en 1995, se perfilan los contornos de un globo muy parecido al terráqueo, con cinco continentes y dos polos helados.
¿Qué le dicta el mando de los dedos mientras pasa hojas afiladas, en este tomo denso pero fugaz como una estrella? Quizá sea la calidez de una zona oscura y primitiva sobre la que se han construido torres aristocráticas como erratas o dientes podridos. Aquí crecen bosques más opacos que un manto de terciopelo, se pasean lobos vestidos de humanos y humanos con sed y apetito bravíos, las joyas exquisitamente talladas queman y los besos hielan. Es un mundo al revés, porque los cuentos de siempre se han dado la vuelta para mostrarnos las enaguas (y algún que otro lamparón). Bienvenido a La cámara sangrienta (1979).
Si este clima le parece demasiado desasosegante, siempre puede desplazarse al continente vecino, cubierto por una taiga también negra y, para quienes prefieren las personas a las bestias, una ciudad de variados edificios. Desde una buhardilla francesa hasta el Globo londinense, pasando por un bosquecillo griego, los Alpes y Asia Central, los pies aletean como los de un Hermes mientras es transportado entre personajes demasiado reales que no existieron nunca y figuras históricas que se marchan a habitar sus propias ficciones, como Edgar Allan Poe o las musas de Baudelaire. Si le agrada quedarse aquí, este país es el de la Venus negra (1985).
Para eludir los excesos fantasiosos, el salto recomendado es un paseo por el continente más alejado, donde siempre brillan flores de luz en el cielo. Por estos lares la comedia es más abundante, así como los esbozos de vidas sueltas y tropezones autobiográficos entremezclados con el primer tanteo de las narraciones. Los nombres son japoneses y la mitología es más oriental, pero la sensación es idéntica a la de sus territorios hermanos: una Biblia con el cartel de “en obras” siempre colgado; un mundo matemático que, como demostró Lewis Carroll, incluye la poesía de la infinitud. Eleve la vista y podrá contemplar Los Fuegos artificiales (1974).
¿Aún le quedan ganas de explorar? Por qué no culminar el trayecto con la región que más se asemeja a la nuestra, a algo reciente pero fabuloso, ya más mito que gloria: las criaturas de las revistas que hablaban del viejo Hollywood, los westerns en blanco y negro que parpadean en algún canal secundario, las ruinas de los circos, las obras de arte y los parques de atracciones, las historias reales entre Texas y Nuevo México, con sus modernos romances de rifles y culebras. Estos póstumos Fantasmas americanos y maravillas del viejo mundo (1993) se han desnudado de sábanas y cascabeles, y debajo se revelan fantasías enfermizas dignas de una película de animación checa.
Todavía quedan por vislumbrar un islote de historias autónomas y dos polos, si le restan fuerzas: en una punta relumbra el origen del mundo, en una casona victoriana; a modo de espejo, hay contrapuesta otra mansión terrible, adonde van a parar todos los sueños moribundos de Angela Carter. Se despide, no obstante, recuperando la voz juvenil y hablando desde un fin pasado, el epílogo de Fuegos artificiales. Con enorme lucidez, Carter defiende sus fuentes de inspiración y, sin quererlo, cartografía toda la obra que aún estaba por nacer, y que ahora ya hemos visto al completo: cuentos góticos, cuentos crueles, cuentos maravillosos, cuentos de terror, narraciones fabulosas, espejos, castillos abandonados y objetos sexuales prohibidos.
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1 thought on “ Angela Carter. Pornografía, balada y sueño, por Almudena Muñoz ”