Líneas, de Suzy Lee (Barbara Fiore) | por Almudena Muñoz
Hay una bonita historia sobre la infancia de Goethe. Wolfgang niño solía escaparse algunas tardes de diciembre a patinar en una laguna de Jacobiweiher, en su Frankfurt natal. A veces el hielo no había espesado lo suficiente y el futuro poeta tenía que volver a cargarse las botas al hombro, hasta el día en que comenzase la temporada de hacer cabriolas con total seguridad. Goethe niño solía patinar solo, a veces con su hermana Cornelia, sin la influencia estricta del padre, y en el lienzo helado de Jacobiweiher se dedicaba a trazar curvas y romper la línea perfecta del reverendo Robert Walker. En una de esas visitas solitarias, mientras ataba los cordones de las botas para colgárselas de nuevo, apreció que las marcas de las cuchillas sobre el hielo eran increíblemente bellas. Decidió que el próximo día continuaría su dibujo; como es de esperar, para entonces el hielo se había regenerado. La tarde siguiente no regresó a Jacobiweiher: Goethe niño se entretuvo dibujando por primera vez con pliegos y carboncillos.
En realidad, esta anécdota no sucedió nunca. Aunque es cierto que a Goethe siempre le gustó el dibujo. El álbum blanco de Suzy Lee en Líneas invita a crear historias como ésta, las que nunca han sucedido, pero que nos resultan tan creíbles porque continúan sucediendo siempre.
Hay libros sobre los que convendría no hablar, y el de Lee es uno de ellos porque son páginas sin palabras, apenas con colores y líneas enfocadas. La mesa de la dibujante, con el folio impoluto y la pila de bocetos finales, inaugura y despide las tapas del volumen. Entre medias, una pequeña patinadora se mueve entre eses que son pruebas, claves en compases, torbellinos, puntos de saltos y caídas, manchas, virutas del proceso creativo.
La coreana Suzy Lee, con su economía visual y una filosofía pacífica y contemplativa, invierte nuestra manía de convertir lo abstracto en algo concreto, y juega a devolver el resultado específico a la laguna helada. Al folio donde poder garabatear, ensuciar, equivocarse y dialogar con la obra no acabada y las personas, los colegas, los lectores o espectadores, que tampoco la terminan nunca.
Porque el trazado del artista no es nada sin los encontronazos con otros caminos, en medio del caos creativo que da el único orden necesario: el creador trabaja a solas y persigue una obra acabada, pero son todas las historias inventadas que se suman sobre ella, todas las experiencias que nunca nadie más conocerá, las que dan riqueza al acto de crear.
Como un poeta que, antes de escribir tempestades e ímpetus, seguramente tuvo que patinar en algún lago sólido, en un bosque solitario, alguna tarde.
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