Cuando tiempo atrás escribí sobre El Sabbat, obra que precede a este La cacería, venía a decir que Maurice Sachs vivió un tiempo donde toda persona dispuesta a perderse, se perdía. Y él, desde luego, siempre estuvo bien dispuesto. Si El Sabbat atravesaba el apasionante tiempo de entreguerras y era un relato en calma de unos ambientes literarios que coqueteaban con las vanguardias y los salones, La cacería, igualmente publicada por Cabaret Voltaire, es el final de los buenos tiempos, que tal vez no fueran tan buenos, pero a los que la guerra y la ocupación alemana convirtieron en otro de esos lugares perdidos a los que volver en la memoria. Maurice Sachs se balanceaba en aquella narración entre sus tendencia al mal y una especie de voluntad de ser bueno, que nunca lograba triunfar frente a lo primero. Había hecho de todo, y de todo, lo peor. Para alguien como él, con no demasiados escrúpulos, la ocupación alemana solo podía ser algo bueno si sabía aprovecharla.
La historia nos presenta a nuestro hombre como un colaboracionista y notable candidato a ser fusilado cuando todo eso acabe. El azar quiso que acabara en una cuneta de un tiro, y precisamente por esos alemanes para los que había estado, literalmente, trabajando. Pero lo cierto es que su narración de esos años (interrumpida cuando va a pasarse a la Francia de Vichy, huyendo de sus deudas más que de los ocupantes) no deja adivinar todo esto, aún no teniendo mucho que perder con su relato. Sachs, en aquel tiempo, estaba muy ocupado con dos cosas: traficando y follando. El oro, la moneda, las joyas, iban de acá para allá con tanta facilidad como sus amantes, y, desde luego, los alemanes quedaban lejos de todo ello. Simplemente no le interesaban o no veía que partido podía sacar de ellos. Y Sachs es un hombre práctico. Solo aquello que le reporta alguna utilidad puede ocupar su tiempo. Y si es necesario deshacerse de un hijo adoptado porque no sabe ya muy bien qué hacer con él, perdidas su expectativas, pues se deshace.
Como siempre en él, una vida cómoda tarda poco en convertirse en un desastre. Y es que, después de todo, es un romántico. Un romántico de un día o de varios, que solo aspira al placer. Y si eso significa jugarse en él las ganancias que no ha tenido y el dinero de los otros, no es muy importante. Después de todo, su vida siempre fue una huída hacia delante, en la que nada importaba. Una historia personal de la destrucción en la que solo había una regla: el debía sobrevivir. Pero, ¿era un esto un ser excepcional? No. Su propio relato de aquellos años de la guerra y ocupación solo nos muestran un puñado de personajes que, cómo él, están dispuestos a todo, y sobreviven aprovechándose de los otros. Son las reglas del juego, un juego que no juegan todos pero del que todos son parte. Lo terrible de La cacería, no es Maurice Sachs, sino la constancia de que no estaba solo.
Tras su escapada de Vichy, el relato se interrumpe. Lo volvemos a retomar a través de la correspondencia que mantuvo con Yvon Belaval desde Hamburgo, desde el campo de trabajo el que se encontraba como voluntario. Ahí asistiremos al relato de la destrucción de Hamburgo bajo las bombas y como el escritor solo aspira a escribir. Sigue soñando con una obra que le colocará en un lugar al que su vida no le conduce. Pide libros como otros pedirán comida. La guerra no le importa mucho, porque, como confiesa, le es igual la suerte de millones de individuos como le da igual la suya propia. Las ruinas no dejan de ser el hermoso espectáculo de una civilización destruida. Sueña, como los personajes de Bande à part, con irse a los países cálidos. Pero ya no quedaban países cálidos. En una versión de su muerte, muere de una paliza de otros presos y es arrojado a los perros. En otra, de un tiro en la cabeza por un oficial alemán.
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