Clases de chapín, de Eduardo Halfon (Fulgencio Pimentel) | por Juan Jiménez García

Eduardo Halfon | Clases de chapín

Esos instantes suspendidos en el tiempo, esos momentos en los que tenemos la sensación de que hemos aprendido algo, alguna cosa importante. Tal vez a ser. A estar. No sé si eso es Clases de chapín, libro de relatos, de Eduardo Halfon. Como solo escribo desde intuiciones, esto me parece bien, porque esa es la sensación que tuve en todo momento. La de que el tiempo se detenía en un instante y que ese instante podía ser muy grande o muy pequeño, pero que se quedaría ahí, fijado en la memoria de aquellos que lo presenciaron. En la memoria o en la muerte, porque no siempre sale uno indemne físicamente de estos trances. Desde luego, nunca mentalmente.

Instantes grandes. Un terremoto que, si estás en una familia adinerada, te deja una capa de polvo. Pero también un tío empeñado en mostrarnos, aunque sea por unos breves instantes la realidad de un mundo que queda allá, lejos, muy lejos, entre los escombros. No es seguro que vayamos a recordar algo, pero. Otros instantes grandes, emocionalmente grandes, con la misma devastación personal: la violación de una niña. O la violación, sin más. Los horrores del mundo, que están en cualquier lado, esperando su momento y cambiar el curso de la historia. La personal, la íntima. La otra no cambia nunca por cosas graves. Solo por idioteces.

Instantes pequeños, de rara magia. Las improvisadas clases de dibujo en un restaurante lisboeta, la imagen atemporal del señor Sanders y algún tipo de iniciación a ser judío, esos actos de tardía justicia, pero justicia, como aquel contra el señor Heine, de parte de un niño. Actos de rebeldía contra el tiempo, contra el tedio, contra la naturaleza íntima, como lo que hay. Uno muere de cualquier manera, por una simple fotografía, si acaso. Pero del mismo modo uno renace de cualquier forma.

No es fácil de hablar de la fragilidad de una escritura que se alimenta de tiempo, de pausas, de gestos, de gestitos. No es fácil extraer esos fragmentos de vida y convertirlos en algo trascendental. La escritura no cambia, el relato no asciende ni desciende. El tiempo, decía, ha quedado suspendido. Antes del momento ante la intuición de que algo va a ocurrir, algo que surgirá de un cierto tedio. De esos momentos en los que no pasa nada, o poca cosa, o lo de siempre. Entonces ocurre. Y ni tan siquiera es un escándalo. No hay gritos, no hay empujones.  Simplemente ocurre que aquellos que estaban ahí ahora son otros.

La escritura de Eduardo Halfon tiene algo de invitación a estar en ella. No es de esas escrituras que nos dejan deliberadamente fuera, ni de aquellas que nos piden que completemos aquello que el escritor no ha sabido contarnos. Tampoco se nos presenta como un cuadro colgado que admirar. En ella, las cosas suceden y nosotros sucedemos con ellas. Sus relatos son, ahí va la palabra, acogedores. Y eso no nos facilita las cosas, porque lo terrible es más terrible como lo dulce es más dulce. La vida es la vida y nosotros vivimos como viven esos personajes. Atrapados en la lógica de lo inaceptable y, como aquel señor Duda de Günter Grass, entre interrogantes.

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