Probablemente, uno de los libros más importantes publicados en lo que llevamos de siglo fuese la Antología del cuento norteamericano seleccionada por Richard Ford. No solo por su calidad de atlas de las letras estadounidenses, o por su recorrido cronológico, de Washington Irving a Lorrie Moore, de la cultura literaria americana, sino por ese sentimiento de cofre del tesoro que le acompañó durante un tiempo. En aquellos años en los que, a falta de un boom de las pequeñas editoriales, las obras de Barthelme, Elkin, T.C. Boyle o William Gass dormían, en el mejor de los casos, en el olvidado catálogo de algún gran sello. La reciente publicación de En el corazón del corazón del país, de Gass, me ha traído a la mente el recuerdo del recopilatorio editado por Galaxia Gutenberg en tanto que aquella fue la primera vez que leí El chico de Pedersen, el relato que abre el libro de Gass. Y, probablemente, la primera vez que leí a otros autores que mi memoria de estos últimos años borró caprichosamente. Tanto, que mi recuerdo de Gass se había quedado unido a su prólogo para Los reconocimientos, de William Gaddis. O, mejor dicho, al entusiasmo que destilaban sus páginas de presentación de la obra; a la sensación de correr, casi a tropezones, en busca del impacto de esas primeras hojas de un autor de escritura torrencial, inabarcable e imprescindible.
A Gass y Gaddis les unía, en lo estilístico, una cierta aprensión por los marcadores textuales, y en lo temático, ese papel de invasores (la expresión es de Màrius Serra) de una historia, la americana, en permanente estado de revisión. En apariencia, El chico de Pedersen bien podría ser un relato parido en el corazón rural de las novelas de Faulkner, negro como el carbón en su descripción de un paisaje devastado repleto de personajes descastados y solitarios. Y, sin embargo, ese punto de partida, el hallazgo de un chico del vecindario prácticamente congelado en el pesebre de la granja de la familia protagonista, es el detonante para narrar, más allá de la corteza y las convenciones de la novela rural, el espacio de soledad y locura de su protagonista; ese Jorge zarandeado por la figura autoritaria y violenta del padre, eclipsado por la inteligencia práctica de Big Hans y anulado por la presencia casi testimonial de su madre. Para quien el viaje a la casa de los Pedersen en busca de respuestas se transforma en una plasmación de ese desasosiego, del frío que progresivamente invade a las propias palabras, a la misma narración, a su disposición sobre la hoja de papel, hasta borrar las líneas del relato y dejarnos, inermes, frente a frente con las debilidades de su protagonista.
En el corazón del corazón del país destaca, precisamente, por la forma con la que Gass asalta las tradiciones literarias de Estados Unidos. Por su manera de dinamitar las convenciones estilísticas, aportando una mirada renovadora sobre aquellas. Como cuando en La señora ruin juega con la narración en primera persona para tramar un relato en el que la mezquindad se halla en los ojos del que mira, no solo en el personaje representado en las palabras de su protagonista. O como en el bellísimo relato que da título a la recopilación, en el que Gass traza un mapa de puntos en torno a una población de Indiana a partir de todas esas pequeñas cosas, probablemente insignificantes y de menor importancia, que por eso mismo ayudan a forjar la identidad de un lugar. De un hogar. Que enseñan, quizá también ensayan, una forma de ver. Que construyen una cosmovisión.
Consciente de la dificultad de trasladar al castellano una escritura como la de Gass, la traducción de Rebeca García Nieto se esfuerza en una de esas cosas que parecen casi olvidadas: disfrutar. De los quiebros estilísticos, de la peculiar manera del autor de zambullirse en las tradiciones, de aquellas palabras sobre las que pende la duda. Asuntos, todos ellos, que no solo reflejan el epílogo que acompaña a la presente edición, sino el cuidado depositado a la hora de transmitir al lector la belleza de las palabras, del ritmo, de la intensidad y los juegos con las tradiciones (del realismo al simbolismo) de Gass. Con esos espacios que abundan progresivamente en los párrafos de El chico de Pedersen o con ese gusto por lo infraordinario que destila En el corazón… Por ese frío que, como en las obras biográficas de Thomas Bernhard, se pega al esqueleto del lector hasta contagiarle su expresión de infinita soledad. Con esa pasión por narrar, por jugar y experimentar, que crea en la prosa de autores como Gass y Gaddis algunos de los efectos más bellos de la literatura americana del siglo pasado.
Hace pocos años, cuando circulaban en librerías de segunda mano las migajas de los catálogos de Anagrama o Alfaguara de la década de los 80, leer a William Gass era, en el mejor de los casos, una fortuna. Ahora que sellos como el recién nacido La navaja suiza apuestan por su obra, leer a Gass es, prácticamente, un privilegio. Aprovechemos la ocasión para dejar constancia del entusiasmo que desprenden sus relatos, del hambre lectora que, una vez acabado el libro, invita a correr a por el siguiente. En busca del siguiente capítulo en la historia de un movimiento literario dispuesto a zarandear las normas de la cultura norteamericana, a invadir su acervo y jugar con sus narraciones. En definitiva, a disfrutar con lo que la historia de la literatura puede dar de sí.
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