No hay mucho que decir sobre Alexander Chudakov (o eso nos indican nuestras búsquedas). Alguna vez nos viene la tentación de saber más sobre un escritor, como si su obra no fuera suficiente, como si la vida de un escritor no estuviera en buena manera en sus libros, y en algunos autores más que otros. Cuando uno lee El abuelo no puede dejar de pensar que ese abuelo es su abuelo, tal es su nivel de intimidad. Que Antón (que nos remite a ese Chéjov al que dedicó toda su vida) es él, y que el historiador es escritor. Y todo se nos confunde. Nada es cierto, seguramente. Excepto que en este libro la vida está en todas partes. Tan real que necesitamos creer que todos esos personajes son ciertos y la novela un ensayo. Un ensayo sobre la irrealidad soviética.
El abuelo es el abuelo del protagonista, un crío en la aquellos años cuarenta, a medio camino entre la victoria del bolcheviquismo y los terribles años de Stalin, situados en la guerra contra la Alemania nazi. Estos son los grandes acontecimientos, los hechos que no podemos esquivar porque nos caen encima. Y luego está sobrevivir a esos hechos. El abuelo no soporta esos nuevos tiempos. La gente desaparece, los tiempos están planificados y el pensamiento solo puede ser uno, no necesariamente siempre el mismo. Pensar lo contrario te puede llevar a acabar en Kazajistán, como poco, en una ciudad como Chebachinsk. Ahí está la familia de Antón. ¿Y qué se puede hacer en Chebachinsk? Sobrevivir. Y, a ratos, vivir.
Poco antes de morir, el abuelo piensa en sus primeros años y en estos últimos. Y se pregunta ¿cómo abarcarlo todo? La respuesta es aquello que busca Chudakov. La vida de Antón son todos aquellos que le rodean, y el narrador es tanto él como alguien más allá de él, alternándose sin mayores traumas. La historia es algo íntimo y colectivo, a ratos. El abuelo vive en un tiempo pasado abrumado por la estupidez del presente y su resistencia es negarse a abandonar, aunque sea íntimamente, ese lugar.
Para Chudakov aquellos años soviéticos no fueron un drama individual, sino compartido, como un destino al que no se podía escapar. Y en ese drama colectivo estaban todas las historias, todos los tiempos confundidos, también el presente. Por tanto, escribir sobre aquellos años, todos los años, es dar la voz a esas personas que cruzaron el presente de Antón y dejaron algo, unos actos, unas palabras, un instante reconocible. Ya fuera en su caída en desgracia o en algún acto heroico. Sí, cierto. No dejaba de ser una vida en sombras: primero aquella alargada de Stalin, luego de cualquier otro en el partido.
El abuelo, novela, se convierte en un abrumador rumor de personas y voces, que tejen una historia posible, tal vez la única posible. Una historia en los márgenes del comunismo, de espaldas a él, si se quiere, como ese abuelo empeñado en mantener unos valores lejanos que eran aquellos primeros que conoció, antes de que la revolución lo cambiara todo y convirtiera la vida en otra cosa, gris y triste. En una cuestión de supervivencia.
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