Matisse no fue un hombre muy dado a las palabras. Qué decir de las entrevistas… Ciertamente, tampoco las necesitaba para nada. Tal vez hubo un tiempo en que, para ser alguien, no tenías que estar hablando todo el tiempo, entregando titulares e ir más del artista, como si ser un artista no fuera ya lo suficientemente complicado. Ya decía Francis Bacon en una entrevista que, para llegar a ser el pintor más grande de la segunda mitad del siglo XX, solo había hecho una cosa: trabajar. Sin embargo, un día, la muerte llama a la puerta de Henri Matisse. No entra, pero ese estar en el umbral, es una invitación a recordar, a dar vueltas por su vida. Esto es aprovechado por el editor Albert Skira para enviarle al crítico de arte Pierre Courthion. Estamos en el año 1941. Alemania ha invadido Francia.
Pese a la disposición inicial de un Matisse asustado, poco tarda en volver a sus convicciones. En estos dos libros de conversaciones (que en realidad es una sola conversación), asistimos a una peculiar disputa. Courthion parece estar interesado en demostrar cuanto sabe del pintor francés y el pintor francés no parece escuchar ninguna de las preguntas de su entrevistador. El resultado son dos monólogos que se cruzan en algún momento, pero en los que el arte, la creación, la vida del artista, brota por todos lados, como algo inevitable, pese a ellos. Más grande que ellos.
Matisse reivindica el instinto, una reivindicación que encaja mal con los intentos de meterle en algún compartimento o de que de alguna explicación, algún manual de instrucciones para jóvenes aprendices. La suya es una búsqueda personal que solo a él concierne y, en esa búsqueda, sobran tantas cosas… Lo que queda es la obra de arte. Frente al accidente de la creación, está la revelación de la obra acabada. ¿Cómo explicar todo esto? No es asunto suyo. Lo que dice un artista, confesará, es insignificante frente a lo hace. Courthion sigue intentándolo, hasta el cansancio de Matisse, que no tarda en arrepentirse (la muerte ya es algo lejano). Le gustaría escapar a su propio compromiso, pero, por otro lado, tal vez encuentra algo en sus palabras, una manera de ordenar viejas cosas, viejos trastos.
Para Matisse en una obra de arte se encuentran el artista, la propia obra y el público. Sin público, no hay obra. Tampoco con concesiones a ese público. A lo largo de las extensas conversaciones, el pintor irá encontrando con sus contemporáneos, con aquellos que le precedieron y con su idea de un arte, el suyo, en constante búsqueda (la búsqueda y el riesgo como algo esencial). También con la parte menos amable del oficio. Las exposiciones que fueron y las que no fueron, los marchantes, el dinero, la fama, el olvido, los años de aprendizaje (siempre enfrentados, como una constante en tantos artistas, a lo viejo, a lo académico).
Cada vez que me acerco a estos libros de Confluencias (de su colección Conversaciones), siento una misma sensación de justeza: la de escuchar a un artista o a un creador en sus propias palabras, sin interpretaciones, sin falsas esperanzas. En prácticamente todos existe esa misma perplejidad hacia lo que hacen, esa misma necesidad solo de hacer, de ser, sin tener que dar explicaciones. El artista como interrogación, como duda sin resolver, como fascinante misterio.
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