Esa ingenuidad de creer conocer una ciudad extranjera correteando por sus calles un rato, recién bajados de un barco. Conocida por haber visto un museo y haber comido una pizza. Esa ingenuidad que nos lleva a decir “he visto” o “he estado”, cuando realmente ni hemos visto ni estado en nuestras propias ciudades. Todo está siempre por descubrir y el principal papel de los mapas debería ser perdernos sin temor. Por otro lado, hay ciudades que solo conocemos por nuestras lecturas y que son más ciertas que las verdaderas. Es la diferencia entre ver y comprender. El vientre de Nápoles nos traslada, con una escritura fulminante, a una ciudad de hace más de cien años. Una Nápoles que no he pisado nunca y que sin embargo conozco bien. La conozco bien porque amo profundamente a Totò o a Eduardo de Filippo y para mí Nápoles son ellos, entre otros: su alegría, su sentido del caos, una picaresca tal vez heredada de sus años españoles, otras cosas. Y Serao, en un retrato terrible, transmuta esa sonrisa amarga de aquellos otros en un estado de las cosas. Un estado de las cosas frente a un estado de las cosas.
De Matilde Serao ya conocíamos un libro delicioso, publicado por Ardicia: La virtud de Cecchina. Un libro profundamente napolitano ambientado en Roma (pensaba). Un libro minimalista muy alejado de la furia que recorre El vientre… Tal vez es simplemente la distancia entre la novela y la realidad. O entre los sueños y la vida. Serao fue fundamentalmente periodista. A ello dedicó su vida, ya no solo escribiendo en periódicos sino dirigiéndolos. El libro que nos trae Galle Nero surge a partir de su trabajo en ese terreno, a partir de una epidemia de cólera que asoló a la ciudad en 1884. Ahí se instala. Y también veinte años después. En el 1885 el retrato no puede ser más desolador. Recorre cada lugar común, todo lo pintoresco por lo que se conoce a la ciudad, para revelar la tremenda miseria y suciedad (tanto moral como física) en la que esta está sumergida. Las callejuelas infectas, intransitables, la gente que no se muere por puro misterio, el juego como pasión cabalística que los destruye, la usura, la venta callejera de la pobreza. Sí, quedan esas personas devastadas que conviven con toda esa inmundicia y que aún así son capaces de entregarse a los demás. ¿Y el Estado? ¿Y el poder?
Veinte años después aparecerá. Se abre una gran avenida que debe dotar a la ciudad de algo, una esperanza. Pero esa avenida se convierte en un bonito biombo tras el que se esconde, de nuevo, la verdadera ciudad, ese hormiguero de aire irrespirable. Y entonces cabe preguntarse qué sentido tienen esas reformas y porqué hay dinero para un jardín inservible, después de todo, pero no para mejorar la calidad de la gente. Por qué se construyen viviendas para la gente sin dinero pero se les pide un dinero que no tienen para habitarlas. Las cosas dejarán sitio a las ideas. A la política, si se quiere, que es una palabra ahora con un sentido bien diferente, vapuleada por aquellos que creen hacerla.
Matilde Serao ama a la gente. No a toda, pero si a aquellos olvidados por todos, también por ellos mismos. Cree que Nápoles debe ser otro lugar y que ese lugar no se puede hacer prescindiendo de sus habitantes y sin estar junto a ellos. Lo cree con tanta firmeza que su libro es abrumador. Bello, trágico, desesperado con destellos de esperanza, El vientre de Nápoles es un grito en palabras. Una llamada.
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