Entre el mundo y yo, de Ta-neishi Coates (Seix Barral) Traducción de Javier Calvo | por Óscar Brox
Es posible que hayamos olvidado alguno de los capítulos más oscuros de la violencia ejercida desde las instituciones para controlar y disciplinar. O someter, aplacar y, en algunos casos, incluso quitar la vida. No son pocas las veces que muchas de esas historias dependen de la fuerza del foco mediático que se coloque para compartirlas con una amplia mayoría de personas. Ayer fueron las concertinas en el vallado que separa un país, el nuestro, de su frontera con África, hoy son las, cuando menos, dudosas condiciones de los centros de internamiento de emigrantes. Mañana quizá sea el precario estatus de los refugiados y el circo de pompa y desigualdades que los grandes pactos aplican para mitigar las grandes, medianas o pequeñas tragedias. O, dicho de otra manera, la facilidad con la que se rompen los cuerpos, ya sea con porrazos o (y esto también es preocupante) con una preocupante ausencia de garantías jurídicas y sociales. Con ese racismo blando, tolerado porque ha adquirido una expresión falsamente neutral, que trabaja en silencio para ampliar los límites, la distancia y la separación entre cuerpos, entre realidades, entre mundos. Entre tú y yo.
Si no fuera por su carácter netamente epistolar, Entre el mundo y yo podría considerarse un panfleto, una exposición detallada de la situación descrita en el anterior párrafo. Un análisis al que no le faltan nombres, apellidos, lugares y, por supuesto, vergüenzas que el tiempo ha diluido. Qué remedio, dirán algunos, si estamos hablando de una nación como Estados Unidos, tan autosuficiente a la hora de gestionar sus enfermedades sociales. Quizá el racismo, o esa separación entre cuerpo y mundo, entre identidad y realidad, sea una de las más preocupantes. Más aún que la brecha salarial o la administración de un miedo que ha creado un caldo de cultivo paranoide tras el 11-S. Más todavía, cuando suceden casos como el de Prince Jones, tiroteado por un policía negro, que abren si cabe un poco más la herida que nunca termina de cicatrizar. Que nadie sabe cómo cauterizar para ahorrar dolor, lágrima, vergüenza u obligación de perdonar. Que alimenta esa perpetua ofensa que un día se centró en los campos de algodón, al siguiente en las caricaturas de los estereotipos raciales y más tarde en la violencia policial capaz de paralizar una comunidad entera (véase Ferguson).
Es por eso que la escritura de Ta-Neishi Coates, la larga carta escrita a su hijo adolescente, posee un ardor especial. Una mezcla de rabia, de búsqueda de consolación, de miedo al futuro y de eterno (y entero) agradecimiento a la vida. Porque, precisamente, en ella Coates profundiza en la vida que ha tenido, desde aquel Baltimore pre-The Wire a su definitiva eclosión como autor y editor literario. Años terribles, años de incomprensión, de pistolas escondidas debajo de la sudadera, del terror a la violencia ejercida sin motivo aparente, de la falta de cohesión que te arroja al otro rincón del ring. De un mundo aparentemente limitado, de cuerpo enclenque, que apenas ofrece una posibilidad de movimiento. De ahí que el repaso vital de Coates incluya un salto de longitud, el gran salto, tras su paso por la universidad. Ese otro mundo, aquellas voces negras; aquellas voces, simplemente. Aquellas personas que le enseñarán la vida, el cuidado de sí, el amor, el respeto y la vindicación y construcción de una identidad y de un mundo.
Coates escribe sobre los vivos y los muertos, sobre el estilo de vida que predicaba Malcolm X y aquella infancia dura de castigos y temores. Sobre la amistad con Prince Jones y cómo le cuesta creer que esté muerto (hasta llega a fantasear con un último encuentro que nunca llegó a producirse); con Trayvon Martin, con su futura mujer, con la profesora más influyente del campus, esa otra realidad llamada París, con su papel de padre y, también, con aquel otro que desempeñó como hijo. Con las enseñanzas acumuladas, que no se vinculan necesaria o exclusivamente al respeto y la tolerancia, sino a la apreciación de un mundo, al trabajo para recomponerlo, pese a todo, el esfuerzo por evitar que se rompa. Como se rompe un cuerpo cuando lo agreden. Y Entre el mundo y yo es, más que un tratado de ética aplicada o una honda reflexión moral, un hermoso gesto hacia la figura del hijo. O hacia esa preocupación que surge cuando uno se pregunta qué mundo está legando, qué prejuicios, qué puede ser la virtud en una nación que todavía persigue al otro. Que fomenta el terror en pequeñas cápsulas. Que, en definitiva, necesita volver a entender qué significa estar vivo. Y qué vida, también, está tejiendo para las generaciones futuras.
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