Apegos feroces, de Vivian Gornick (Sexto Piso) Traducción de Daniel Ramos Sánchez | Dara Scully
Dos mujeres pasean por las calles de Nueva York. La mirada se vuelve, se agita: están en un tiempo pasado, en otro mundo, bajo otra luz que opaca su huella presente. Vivian tiene ocho años. La madre es todavía joven; hay en ella algo hermoso y brutal, una fuerza que arrasa, que hostiga, inevitable. Es un faro: centro de la casa, de la luz, esa fuerza. Una presencia fija en la memoria. Y alrededor, las demás mujeres, el edificio completo: el Bronx. Una galería de voces, un griterío dulce. Vivian las recuerda a todas. También la madre, mientras pasean, recuerda aquellos apellidos judíos. La vida en un barrio obrero, la miseria sosegada, oculta bajo las alfombras. La niña que aprende la vida en el rellano, asomada a la ventana de la cocina, puestos los ojos en las voces. Aquellas voces, sus cuerpos: un universo femenino.
Un hilo anuda sus tobillos, sus manos. En la distancia que separa los pisos, estas mujeres se conectan. Conocen sus temores, los comparten. Juntas oponen resistencia o se doblegan. Se entregan al amor, que pesa como una losa, como un muerto que se arrastra durante años. Se entregan a la casa, esa cocina pequeña, cálida: quehacer mundano y rutinario. Y a un costado de las cosas, la niña, la mujer futura, Vivian, que tira del hilito sin darse cuenta, que admira y reniega, que dice: no seré como ellas. Nunca seré como mi madre, esa fuerza arrasadora, voluble, esa pena constante tras la muerte del padre. Incapacitada para la vida, y, sin embargo, devorando la de los demás, la de los hijos que no pueden escaparse.
Tampoco ahora, en sus paseos, puede Vivian escaparse. La madre ha alcanzado la vejez. Combate a veces con las calles, con los mendigos; salta al cuello de la hija. Los recuerdos se diferencian. La memoria de ambas discurre, como todas, por sus propios caminos. Nosotros vemos por los ojos de Vivian, es ella, la escritora, quien nos susurra. Recordamos a la madre tal y como ella la recuerda, como la vivió su adolescencia. Todo lo que le dijo entonces, cada pequeño gesto: la asfixia de la casa durante tantos años. Pero también nos preguntamos: ¿qué diría ella? ¿Qué diría la madre si pudiera hablar, si fueran sus ojos los que hablaran? Qué habría escrito esa mujer feroz, doliente, esa presencia indisoluble. Cuánto hay de ella en Vivian. Cuánto se niega a sí misma la escritora. Cuánto de su camino es el que es por la existencia de su madre. Y nos miramos las manos, el rostro en el espejo: un temor nos sobreviene. ¿Seremos también nosotros como ellas?
Apegos feroces habla desde la memoria, pero es también una novela. Es hermosa, universal, reconocible. Discurre en un tiempo concreto, pero sus voces proceden de un lugar cercano y accesible. Ese anhelo de la propia vida. Esa niña que crece y busca huir de la sombra de la madre. El amor que hiere y te destruye: la familia como enfermedad. Y sin embargo, allí están ambas, treinta años después, una mujer madura y una anciana, paseando. Los cuerpos se mantienen cerca. La lucha, antaño brutal, constante, parece apagar su fuego. Tal vez han encontrado su sitio. Tal vez nosotros lo encontremos. O quizás, en este punto, a estas alturas de la vida, ya sólo quede la rendición. Las manos en alto, blancas, apaciguadas. Una mutua aceptación: a fin de cuentas, eres mi madre. La madre, a quien oímos todo el tiempo a través de las palabras, a quien conocemos sólo a través de la hija, que nos da la medida de quién es la hija. La madre, una mujer del Bronx, una de tantas que vivió como su tiempo le impuso que debía vivir, que lo hizo, tal vez, lo mejor que pudo, y ante la que yo me pregunto: ¿qué habrías escrito tú, si hubieras podido hacerlo?
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