Swing frente al nazi, de Mike Zwerin (Es pop) Traducción de Óscar Palmer | por Óscar Brox
Algunos de los mejores libros sobre música tienen en común la querencia por traspasar la frontera del dato desnudo y el análisis preciso para codearse abiertamente con la ficción. Para novelar, en definitiva, vidas demasiado grandes, torrenciales y mastodónticas en su creatividad. Y si bien siempre hay que dejar constancia de las necesarias excepciones ensayísticas (los estupendos estudios de Charles Rosen o las notas sobre jazz de Philip Larkin, por ejemplo), reto a cualquiera a leer Pero hermoso, de Geoff Dyer, sin que se le encoja el corazón durante los pasajes del libro centrados en figuras como Bud Powell o Eric Dolphy. Mike Zwerin, el autor de Swing frente al nazi, pertenece a la estirpe de estos últimos. Al ensayismo que no arrincona el apasionamiento en su investigación, hasta tal punto que el ritmo y la cadencia del swing y el jazz marcan, con un tono diferente, el progreso de su trabajo. Como en un work in progress que se construye entre titubeos, mezclando lo personal con su objeto de estudio, lo biográfico con la investigación de campo, la música con la vida.
Sin duda, los años del nazismo erosionaron la esfera de las artes abriendo una brecha entre lo que se consideraba legítimamente Arte y lo que no eran más que obras degeneradas. Al jazz, que sacrificaba la melodía por el ritmo, le ocurría lo mismo que a las pinturas de Paul Klee o a las novelas de los Mann. Metidas en el mismo saco, bajo etiquetas tan pintorescas como negrojudía y similares, las diversas manifestaciones artísticas que prohibió el nazismo pasaron a ser, en la mayoría de casos, motivo de un conocimiento subterráneo por parte de aquellos que se resistían a dejarlas escapar. Contrabando, contactos internacionales, pequeños trucos para esconder originales… Así hasta que las campañas de propaganda nazi vieron en el guateque y el baile de salón que jaleaba el swing un eficaz narcótico para distraer al pueblo frente a la masacre. Un mecanismo de disuasión similar al que utilizaron para convencer, es un decir, a los representantes de organizaciones internacionales de que los campos de concentración no eran lugares de procesamiento de personas.
Zwerin arranca su investigación en busca de aquellos, víctimas o colaboradores, que mantuvieron viva, en plena época de oscuridad, la llama del swing. Los que lo extendieron por Europa, hasta entronizar a figuras como Benny Goodman o Fats Waller; los que lo disimularon pegando en las etiquetas de las galletas falsas referencias a música aprobada por el Reich; o los que, todo pasión, lo practicaron en salas de conciertos, cafés o reuniones medio secretas con el oído puesto en el sonido de sirenas y taconeo de botas policiales. ¿La divisa del autor? Que el swing es la lingua franca de la libertad, así como el ritmo de su música fue el impulso necesario para vencer cadenas y sacudir conciencias. Hasta tal punto que resulta paradójico rastrear la biografía de nazis convencidos y hallar en sus detalles una dedicación total a la difusión del jazz y el swing, ya fuese mediante panfletos o, directamente, en su práctica. Algo, por cierto, que Zwerin apunta con reservas, con las cejas enarcadas ante lo que, tal vez, no sean más que un puñado de mentiras y embustes tácticamente administrados para lavar el rostro de un pueblo manchado por la culpa y la corrupción.
Swing frente al nazi consta de, por así decirlo, dos partes. En la primera de ellas, su autor recorre el epicentro de la vergüenza de Europa durante la década de 1940, saltando entre Bélgica, Alemania y Polonia, con una salida obligatoria a Sudáfrica, tal vez el espejo contemporáneo, con el apartheid, de lo que supuso la persecución racial en aquel tiempo. La segunda, en cambio, tiene un nombre: Django Reinhardt. En todo su esplendor y virtuosismo, en los testimonios de quienes dicen que lo conocieron (que son muchos, no siempre fiables) y en las pocas palabras que dejó mientras rasgaba las cuerdas con un talento casi sobrenatural. A Zwerin, tal vez, se le pueda acusar de dinamitar la organización de su libro, basculando el recorrido entre un tema y un personaje. Sin embargo, a medida que uno avanza en su lectura, no le cuesta reconocer que de lo que de verdad trata es de la pasión. De ese arrobo frente al instrumento que saca, que permite aflorar, una emoción inigualable. Esa a la que con tanta tenacidad se volcó Django en su vida rápida y a ratos disoluta. Esa que, en definitiva, hermana a héroes y villanos, amigos y enemigos, en una insólita comunidad musical que venció relativamente a las adversidades de aquel periodo. Por mucho que en la escritura de su autor abunden las dudas y las cuestiones espinosas, no solo sobre la veracidad de los relatos recabados durante infinidad de entrevistas y charlas.
La victoria del swing, o del jazz, podría explicarse a través del movimiento febril de piernas y caderas en una sala de fiestas o de alguien que silbase las nuages de Django mientras camina por la calle. A través de esa tremenda fuerza capaz de contagiar a cualquiera con su ritmo. Blancos, negros, romaníes… Como un esperanto que tuvo más éxito a la hora de cohesionar una cultura hecha pedazos. Zwerin, investigador peculiar, salpica este viaje de anécdotas personales que convierten a su libro en una improvisada biografía familiar. En un bloc de notas en el que apuntar intuiciones, pasos en falso y grandes ideas. En el que hablar de él mismo, de su sacrificada investigación, y de los miedos que no dejan de atenazar a un mundo que todavía no se ha recuperado de las heridas. Cobijado por la pasión musical o, simplemente, por ese fervor casi evangelizador que desprenden las conversaciones en las que toma partido. Tal vez sea cierto lo que dice el propio autor y su libro tenga una parte importante de ficción. Pero qué importa si lo sustancial, lo verdaderamente irrenunciable, el sentimiento musical que invade cada una de sus páginas, está siempre presente. Como la única arma de distracción masiva frente a la amenaza del totalitarismo.
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