En las últimas décadas se ha producido una revolución en el campo de las disciplinas históricas, cuyas consecuencias aún están por determinar. El responsable ha sido el posmodernismo de los años 70, cuya idea central es la reducción del conocimiento a literatura y en consecuencia, en tanto que ambas son creación y composición, la desaparición de cualquier pretensión de verdad u objetividad que pudieran tener. En términos generales, esto significa que todas las ideas tienen el mismo valor, sin que se pueda establecer una jerarquía entre ellas, ni una prueba de validación, lo que en el caso de la historia representa directamente la disolución de esta disciplina. Dado que toda investigación histórica se basa en fuentes, si esas fuentes no son fiables o no se puede determinar su grado de veracidad, la disciplina deviene un ejercicio ocioso, en el que la novela histórica tiene el mismo rango probatorio que el estudio erudito.
No obstante, como les decía, el posmodernismo tiene dos caras. La buena y la mala. La mala ya se la he explicado. La buena y pertinente es que los textos históricos, las fuentes, aunque puedan ser mentirosos e interesados, nos ofrecen una ventana indispensable al pasado histórico, pero no al narrado por el autor, sino al tiempo en el que el autor escribe, del cual se convierten en testigos involuntarios. Ese, precisamente, es el ejercicio en el que nos vamos a embarcar en este artículo: tomar un acontecimiento histórico -La Revolución Francesa- y examinar cómo su interpretación por notables cineastas -Abel Gance, Jan Renoir, Andrzej Wajda y Éric Rohmer, ahí es nada– no nos habla sobre la propia revolución francesa, sino sobre el tiempo en que fueron concebidas: las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, los prolegómenos de la Segunda, el derrumbamiento del Marxismo en Europa, el avance imparable de un neoconservadurismo que ahora celebra su victoria.
Como podrán imaginar, este análisis no es inocente, ya que soy parte interesada, como lo somos todos los que vivamos en este momento y profesemos alguna ideología política. Aunque les he dicho que el objetivo de este artículo es realizar un ejercicio de análisis del pasado reciente, lo que se pretende también es narrar cómo la valoración de un acontecimiento histórico, la Revolución Francesa, se ha modificado en los 80 años que separan la película de Gance de la de Rohmer. En pocas palabras, un pilar fundamental en el imaginario político europeo, al menos en el de la izquierda, cómo era esta Revolución de la que se derivaría todo el pensamiento político posterior y que constituiría la piedra de toque de todo sistema social que se pretendiese justo y avanzado, ha sido prácticamente arrumbado, convertido en prescindible, substituido por otras revoluciones -¿transformaciones?- más afines a los nuevos vientos políticos. Por ejemplo, la Gloriosa inglesa de 1688, que en su conservadurismo y continuidad, su simple cambiar de dinastías, se ha erigido en el ejemplo perfecto de este mundo conservolucianario que nos ha tocado vivir.
Número seis
Bande à part
Imágenes: Juan Jiménez García