Saqueig, de Xavier Puchades (Bromera) | por Óscar Brox

Xavier Puchades | Saqueig

Si hay una palabra que permanece atascada en la garganta del presente, esa es impunidad. Ni la indignación de la masa ha conseguido minimizar el proverbial encogimiento de hombros con el que los ladrones, los del comité de empresa y los de guante blanco, se quitan de encima el peso de cualquier responsabilidad. Al fin y al cabo, el resultado de sus fechorías es tan palpable en quiebras, cierres, gestiones disparatadas y monumentos caóticos que no hace falta demasiada imaginación para vislumbrar las heridas abiertas que la sociedad no ha acabado de lamer. Tan grandes como los pelotazos urbanísticos en plena línea de playa que se asemejan al esqueleto de una ballena varada en la orilla. Esos en los que el hedor del saqueo es tan penetrante que cuesta años borrarlo de sus muros.

A buen seguro, Xavi Puchades es lo más cercano a un antropólogo de la realidad valenciana, capaz de colocar (junto a Begoña Tena) a una indígena como guía turística de esa otra ciudad que, titubeante, se abre a codazos entre la vergüenza de las estafas urbanísticas y las ideas de falsa modernidad. O un dramaturgo que, en Èxit, se plantea inteligentemente profundizar en ese sentimiento de vacío que inunda a tantas generaciones perdidas, en un inventario de deudas y dolores del que somos, al mismo tiempo, víctimas y perpetradores. Saqueig, en este sentido, continúa la reflexión trazada por su anterior texto teatral para situarnos en ese instante en el que, tal vez, la sensación de balance de vida ya no puede disfrazarse con mentiras, ya sean piadosas o brutales. Es decir, cuando la cercanía de un final alienta a disparar verdades a bocajarro. Directas a la mandíbula y, sobre todo, a la moral.

En Saqueig, como en Èxit, las protagonistas son dos mujeres abandonadas que viven con sus respectivas soledades. La más mayor, bajo la campana de cristal en la que, bordeando la demencia, trata de salvaguardar un pasado de oropel y fantasía. La más joven, subordinada a un mundo que apenas le ha dejado construir sueños, no digamos ya realidades. En el que la voz entrecortada de una última pareja amplifica ese sentimiento devastador de no tener a nadie. De estar solo, sin más. Y, tal vez, de no saber por qué se está. A diferencia de su anterior obra, Puchades parece concentrar más a los personajes y su evolución dramática, consciente de que quizá los conocemos mientras su mundo sigue en marcha, directo al abismo. Sin tiempos muertos ni pausas para confesiones. Por mucho que la madre, Rosa, cuente con un momento de intensidad casi enfermiza en el que desnuda su interior ante un personaje fantasmal fruto de sus desvaríos.

No exento de comicidad, con pasajes que traen a la memoria del lector a personajes demasiado cercanos al pesebre político de estos últimos años, Saqueig destaca, en cambio, por la compleja relación que su autor urde entre madre e hija. Por esa compasión, más que amor; por esa subordinación, más que abnegación; por esa entrega, más que compañía, que Rosa reconoce en el papel de su hija. De una hija cuya distancia pone de manifiesto las flaquezas y debilidades. La sensación de que el aliento maternal vivió ligado a conceptos demasiado efímeros, alejado de cualquier intimidad visceral. Como otra fantasmagoría más en el vagón de un tren de vida destinado a descarrilar con la corrupción. Tan triste como decir que no queda nada, que se ha perdido todo y ni siquiera hay una pizca de rencor que estimule el roce, el acercamiento. El miedo a una muerte deseada que devuelva, al menos, la ilusión de una fantasía que acabó con el encarcelamiento del padre. Con el fin de los oropeles. En esa tumba de hormigón desde cuya ventana se huele el cadáver de una ballena muerta. Tan descompuesto como el retrato familiar que arrojan los diálogos entre Vero y Rosa.

A los valencianos se nos puede reprochar, y no poco, nuestras dificultades a la hora de interpretar una identidad propia, siempre acomplejados en un eterno meninfotisme o, peor aún, secuestrados por las vanas aspiraciones de modernidad de políticos analfabetos. Y sería tonto no ver en el conflicto que atenaza a esa madre y a esa hija de vidas agotadas una radiografía de esta familia que ha sido la sociedad valenciana de los últimos veinte años. Tan grotesco que ni las formas narrativas de un culebrón venezolano captarían siquiera todos sus matices. De ahí, pues, que la obra de Puchades sea, simultáneamente, alegoría y réquiem de un tiempo, parodia y retrato fiel de una época. Drama y comedia, mezclado y sin solución de continuidad, porque nos hemos acostumbrado a cambiar el maquillaje de bufón por el de payaso triste, y a recibir, mientras tanto, unos cuantos tartazos en plena cara.

La ironía de Saqueig es que refleja cómo la caída de una forma de pensar, de un determinado momento de la sociedad, de unas relaciones humanas forjadas entre arenas movedizas, solo da para un drama grotesco en un todavía más grotesco escenario. Como aquellos trípticos ibéricos de los años del pelotazo que Bigas Luna imaginaba en los lugares más horteras del Mediterráneo. Y, sin embargo, la obra de Puchades no está exenta de ternura, incluso de amor, si bien es mayor el que demuestra por sus personajes que el que aquellos dejan entrever. Para, entre otras cosas, poner un poco de distancia con aquellos lodos. Para sobrevivir al (d)efecto devastador que la política ha inoculado en la sociedad. Para buscar esa raíz humana que, pese a todo, sigue presente en lo más profundo de cada uno, capaz de desnudar una última vez hasta la vergüenza menos reconciliable. En ese desnudo integral, en este monólogo de diálogos entre dos personajes agotados, Saqueig se erige como perfecta metáfora de un tiempo al que intentamos mirar desde el espejo retrovisor, a la espera de poder derribar sus manifestaciones postreras. A falta de un fundido a negro que, en definitiva, se antoja más necesario que nunca.

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