El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle (Navona) Traducción de Enrique de Hériz | por Óscar Brox

William Kotzwinkle | El nadador en el mar secreto

En realidad, no hay tantos momentos en la vida que podamos visar como especiales, esos que remontan las aguas de la memoria para flotar a través de épocas y circunstancias. No son especiales por fundamentales, sino por el esfuerzo, el ímpetu o la entrega que entrañan. Algo que sucede por primera y, tal vez, última ocasión. El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, narra esa clase de momento, el largo relato del nacimiento de un hijo, explicado desde le mezcla de ilusión, temor, expectativa y felicidad que embarga al matrimonio protagonista. Como un peregrinaje que abarca muchos meses para fundirse en un instante, unos segundos, dos o tres pequeños gestos, y una vida minúscula que comienza a escribir su historia.

Kotzwinkle retrata las primeras escenas, mientras sus protagonistas ponen rumbo hacia el hospital, como un fluido de euforia y terror. Desconocen el sexo de su futuro hijo, no piensan en cómo cambiará sus vidas ese acontecimiento, si harán balance de lo que han sido hasta ese momento y colocarán un hito para describir lo que serán a partir de él. Simplemente, se dejan llevar por esa energía física que redimensiona la carretera que separa la casa del bosque del centro médico, como si se tratase de un campo de batalla; como si el automóvil fintase peligros y atravesase barreras enemigas; como un jugador que corre desesperado la línea de yardas para conseguir un ensayo; como un arponero maniaco que no ceja en su empeño de cazar a la gran ballena blanca. Con esa misma intensidad, con esa embriaguez que ciega cualquier asomo de racionalidad para describir en los rostros de los personajes su ansiedad por que llegue ya ese instante, ese alumbramiento.

Tras su economía descriptiva, que condensa los trazos íntimos en un relato de apenas unas hojas, El nadador en el mar secreto se esmera en detallar el vínculo estrecho que une a sus personajes. A veces es con una mano atornillada sobre la otra, a veces es el sudor que perla la agónica lucha por parir al primer hijo. Kotzwinkle nos invita a compartir la mirada de Johnny Laski mientras su mente, unos cuantos pasos más allá, evoca esa nueva vida que está a punto de escuchar el disparo de salida. Con palabras tiernas, con miradas justas, como si cada párrafo se contagiase de esa sensibilidad que, más que compartir, se vive individualmente, casi en privado, con el secreto orgullo que confieren los momentos especiales. Como algo que solo nos pertenece a nosotros, y a nadie más.

El nadador en el mar secreto, sin embargo, no es tanto el relato de un nacimiento como el alumbramiento de una ilusión. O cómo, ante la enorme felicidad que embarga los segundos antes del parto, Kotzwinkle contrapone la tristeza, casi innombrable, de la muerte del hijo. Frente a esa desgracia, que desdibuja los párrafos y tuerce las líneas, que resta firmeza y entereza a los personajes, su autor les anima a encontrar ese espíritu que les había conducido prácticamente en volandas hacia el hospital. El hijo apenas ha vivido unos segundos, quién sabe si el tiempo suficiente para grabar en su corta memoria el rostro de su padre. Laski, en cambio, lo ha grabado para siempre, consciente de que ese momento remontará, sea cual sea la adversidad, el río de la memoria. La cara arrugada del bebé, que empezaba a formar mínimamente sus primeros rasgos, sus reacciones iniciales ante el mundo, ha grabado, como en un bloque de mármol esculpido, una sensación. En ese brevísimo instante que ha pasado en nuestro mundo. Lo suficiente como para que Johnny piense en esa otra vida que tendrá, en la que tal vez se reencontrarán y se contarán, respectivamente, qué pasado han tenido. Porque ha existido, aunque no tenía nombre y casi ni sabían si era niño o niña. Y lo que ha existido, lo que en algún momento ha tenido importancia, nunca se puede olvidar.

Frente a la enorme decepción que supone la pérdida de un hijo, Kotzwinkle crea un sensible paisaje en el que sus protagonistas intentan sobrevivir a la tragedia sin eludirla, sin querer reescribirla con una nueva oportunidad. Todo el énfasis que abría el relato deposita su peso en combatir la amargura del cierre, ribeteado por instantáneas traumáticas como la fabricación del ataúd para el bebé o el reconocimiento de su minúsculo cuerpecito tras practicarle la autopsia. El registro mágico, casi sensorial, de la historia no es óbice para disfrazar la crudeza de sus episodios. Quizá porque, a diferencia de otras narraciones, existe ese empeño por afirmar, en la felicidad y en la desgracia, que una vida ha tenido lugar y todo un proceso se cierra sobre ella. Nacimiento, felicidad, ansiedad, muerte, despedida y recuerdo. Kotzwinkle captura cada uno de esos instantes con la promesa de convertirlos en tiempo esculpido sobre las palabras. Porque aquellas nos ayudan a evitar el olvido, a fabular lo que no podrá ser, a pensar en la entrega con la que quisimos que fuese. O cómo el relato de ese nacimiento alumbra el hermoso, también doloroso, gesto de unos personajes que ponen todo su amor incondicional para construir un momento que resista a la embestida del tiempo. Algo que sucede por primera y, tal vez, última ocasión. Algo que no se olvida.


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