Ahora que hemos vuelto con William Gaddis, ahora que hemos corrido de nuevo con él esa carrera por un segundo lugar (que nos parece tan justo y necesario como aquel de Colin Smith, corredor de fondo), nos vuelve esa eterna pregunta que nos acompaña desde aquellos reconocimientos… ¿Dónde está la complejidad de su lectura? Nos amenazan con nuevos Ulises de James Joyce, que debe ser el máximo de nuestros temores como lectores, el lobo terrible de la narrativa, y sin embargo… Sí, Gaddis no se conformaba con las medias distancias. Tampoco creía mucho en las distancias cortas. Mucho en el diálogo, en unos personajes que desmontaban el mundo hablando de todo un poco. Y tras eso, creíamos haber estado más cerca de entender algo de todo lo que nos rodea, como le rodeaba a él.
La carrera para el segundo lugar es una reunión de textos, entre la timidez y el desafío, entre el encargo y la libertad de no tener que responder de nada. Los textos se cruzan con las novelas. Jota Erre vuelve, años después, la historia de la pianola lo cruza todo, la religión cae atravesada por sus propios mitos. Gaddis se divierte. También nosotros. Encontramos las mismas citas, las mismas referencias, la prueba de que uno gira sobre unas mismas obsesiones. También él. Cita una frase de una obra de ficción que parece resumir nuestro tiempo (aunque él diga que es el suyo): nunca ha habido tantas oportunidades para hacer tantas cosas distintas que no vale la pena hacer. Suspiramos.
El segundo puesto de esa carrera es aquel al que aspira el arte, la cultura. Las preocupaciones de todos son otras, pero ¿vale la pena aspirar a buscar ese primer puesto? No. Los negocios, el dinero, los temas que ha ido tratando en sus libros, las leyes (la justicia es otra cosa), todo deja atrás a esa relación íntima con las cosas que es el arte. Una sucesión de derrotas. La pianola que acabó con el piano (en un primer asalto), la radio que acabó con la pianola, la televisión que acabó con la radio. Tiempo. Gaddis, mientras tanto, sobrevivía. Con trabajos secundarios, que eran primarios (recordemos para quién es el segundo lugar). Escribir sobre cualquier cosa, y, como en sus novelas, la revelación está en todas partes. Su obra es un plagio del mundo. Tal vez el mundo no sea así, pero tras sus libros, no puede ser de otra manera.
La política también está ahí. La guerra de Vietnam, las viejas mentiras, las nuevas mentiras. No hemos aprendido nada. Ese mecanismo interior instalado en nuestras cabezas que nos permite olvidar, nos hace caer una y otra vez en los mismos errores, víctima de los aquellos que entendieron el juego. Las dinámicas del poder. Político, religioso. Tal vez solo sea cuestión de creer en algo. Vale cualquier cosa. Frente a eso, el arte apenas es nada. Gaddis es revelador en la medida que no pretender desvelar nada. Está todo ahí, solo hay que contarlo con las palabras precisas. Y nadie conoce la precisión de las palabras como él, escritor interminable. Inagotable.
Después de tantas cosas, queda él. Sus conferencias, sus charlas de recogidas de premios, sus presentaciones. Pero no cree en nada de esto. El escritor no tiene importancia. Todo lo que tenía que contar está en sus libros. Fuera de ellos, ¿qué importa? No cree en los críticos, en aquellos dedicados a desvelar los mecanismos sobre los que construye sus obras. ¿Para qué? Todo está ahí. No, Gaddis no quería ser Joyce. No tiene nada interesante que decir, nada que desvelar. Hay que quemarlo todo, destruir el entramado sobre el que se construyeron sus novelas. Gaddis el insumiso. Gaddis fuera de su tiempo. Del nuestro, de cualquier tiempo.
Una cita más: ¿Qué es un artista sino los restos de su obra? (…) Y aquí estoy yo esta noche.
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