Kaspar Hauser, de Paul Feuerbach (Pepitas de calabaza) Traducción por Ariel Magnus | por Óscar Brox

Paul Feuerbach | Kaspar Hauser

El niño salvaje de Aveyron, Bruno Schleinstein y David Dewaele (rostros, ambos, del cine de Werner Herzog y Bruno Dumont) y, finalmente, Kaspar Hauser. Todos pasaron más o menos rápido por la vida, irrumpiendo como objetos no identificados en mitad de unas sociedades acomodadas a una forma concreta de pensar; algo que, desde el siglo XVIII a nuestra época, tampoco ha cambiado tanto. Menos aún, cada vez que se ha tratado de señalar la diferencia, la brecha existente entre nosotros y un otro cuya inocencia, o falta de contagio de ese proceso civilizatorio que ya prácticamente no notamos, señalase nuestras deficiencias humanas.

Puede que en el siglo XIX la cuestión de la naturaleza humana tuviese un relieve mayor en la sociedad y el pensamiento, a tenor de las obras de Locke y Hobbes. De ahí que curiosidades como Kaspar Hauser, auténtico hombre enigma hallado un buen día en mitad de la plaza de Núremberg, adquiriesen un calado especial. Tan especial como para que la poesía, la literatura, el teatro y el cine indagasen en esa vida interior de aquel adolescente salvaje. Pepitas de Calabaza rescata el texto que le dedicó Paul Johann Anselm von Feuerbach, además de incluir numerosos apéndices que arrojen un poco más de luz sobre Hauser. Así, la escritura de Feuerbach nos sumerge en el mundo de un niño-hombre, confinado durante años a un encierro, alimentado con pan seco y agua, dueño de un vocabulario de apenas 50 palabras en las que destacaban bua y caballo como conceptos que abarcaban tantas y tantas cosas.

Feuerbach, y el resto de preceptores que pasaron por la vida breve de Hauser, se acercaron al personaje, a su figura e, incluso, a su mitología, desde diferentes ámbitos. De modo que, durante el texto convive el informe anatómico con el enfoque pedagógico, la curiosidad científica con el vértigo ante una humanidad tan desbordante. Esa que, por ejemplo, muestra su asombro ante la belleza del cielo estrellado (¡como Kant!). Y, también, su repugnancia ante la más pequeña hebra de carne introducida sin avisar entre las migas de pan, o ante cualquier otra cosa que no sea agua o sepa como el agua. Esa humanidad que tanto fascina y que tan rápido absorbe las nuevas ideas que unos y otros le proporcionan en las innumerables visitas de sociedad que recibe Hauser; que parecen catapultarle, de golpe y porrazo, a un estado civilizatorio para el que quizá no está preparado. Que limita los contornos de su naturaleza salvaje, de esa vida interior que, forzosamente, le será robada al exponerse a los rigores de la sociedad.

En su epílogo a la presente edición, Julio Monteverde aporta una reflexión más que pertinente a la cuestión sobre Kaspar Hauser. Hasta qué punto se le obligó a aprender las costumbres de una sociedad que, sin embargo, no mostró interés alguno en aprender la de aquel ingenuo salvaje. De tal manera que el auténtico crimen de esta historia consistiese en liberar a Hauser de un encierro que había forjado su identidad para exponerlo a otro encierro, paradójicamente exterior, que terminaría con su muerte. Con su presencia fugaz en un siglo que también vería cómo se apagaban las luces de la Ilustración, a medida que la industrialización empujaba a la sociedad hacia un nuevo porvenir. De ahí que este Kaspar Hauser de Feuerbach sea, más que un relato histórico, el informe forense de una época, de un tiempo y de sus protagonistas, identificados todos en las diferencias halladas en el pequeño cuerpo del niño-hombre de Núremberg. En su perenne curiosidad por las cosas y en la desbordante humanidad con la que parecía contemplar hasta la cosa más insignificante.

La historia de Kaspar Hauser podría describirse desde aquella diferencia que estableció John Berger entre ver y mirar. O cómo, a diferencia de lo primero, mirar siempre entraña un esfuerzo y cultiva una relación con lo que se está contemplando; en este caso, la vida y la naturaleza humana de un personaje tan extraordinario como Hauser. Aquel al que Feuerbach y el resto de preceptores retrataron desde la distancia y la cercanía, desde el aprendizaje y desde la mesa del anatomista. En busca, tal vez, de esa sustancia especial que revelase el enigma tras el hombre, el origen tras el mito. Conscientes de que, quizá, el mayor crimen cometido contra esa alma fuese el de privarle de una vida interior arrebatada por las luces del paisaje exterior. Por una sociedad, por una burguesía, demasiado ensimismada como para aprender de los demás.

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