Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog (Gallo Nero) Traducción de Paula Aguiriano | por Juan Jiménez García

Werner Herzog | Del caminar sobre hielo

En 1974 Werner Herzog decide iniciar un viaje a pie. Debe llevarle desde Munich a Paris y su objetivo es que Lotte Eisner, crítica cinematográfica (entre otras cosas) y baluarte del nuevo cine alemán, viva. Gravemente enferma en la capital francesa, Herzog piensa que su viaje, su sacrificio, no permitirá su muerte. El 23 de noviembre, provisto de una brújula y algún mapa que ni tan siquiera le muestra todo el camino, parte en su búsqueda. Su búsqueda: la de Eisner, Eisnerin (como la llamó Bertolt Brecht y, tras él, todos los demás), pero también la del propio Herzog. Pero eso aún no lo sabía. Solo acababa de empezar.

Años después el cineasta publicaría su diario de aquel viaje, aligerado de algunas cosas que no quería mostrar. Para él, todo esto era demasiado íntimo pero debía ser mostrado. De algún modo nos hemos acostumbrado a asociar la intimidad con lo morboso, con deslumbrantes secretos revelados, con algún titular. Si pensamos que su intimidad era, después de todo, lo solo que se sintió, lo cansado, agotado y solo que se sintió, tal vez creamos que es poco y, sin embargo, lo es todo. En ese gesto de amor por aquella mujer a la que le debía (él y otros) una idea del cine, se encontró también con aquellos límites a los que siempre se sintió tan afecto.

Su viaje será un viaje silencioso, lleno de frío y lluvia, de pies destrozados, de una soledad que le destruye interiormente como el caminar le destruye físicamente. Los pueblos alemanes, los campos, las montañas, los ríos, las vacas, los hombres y los niños, los cafés, los pueblos franceses, la policía, otros ríos, otras vacas, otros hombre y niños, serán atravesados pacientemente (o sin paciencia), evitando hacer trampas, buscar atajos. El sacrificio debe ser absoluto para que la recompensa sea igualmente plena. No habla con nadie y si lo hace, no lo sabemos. Duerme en cualquier lugar, preferiblemente casas vacías que allana. Y camina. Sesenta, setenta kilómetros por día. Más si es necesario. Mientras su tobillo se hincha, mientras su tendón de Aquiles se inflama, mientras sus resistentes suelas se quedan atrás, desaparecen reducidas, como él.

Los días pasan y se pregunta si el motivo de su viaje seguirá vivo. A veces piensa en abandonar;  lo que le parecía posible le parece imposible. Nieva, cae granizo, se tiene que refugiar como puede, donde puede. Pero hay algo contra lo que no logra encontrar en ningún momento refugio y es esa desesperación de la soledad, que le lleva a entablar conversaciones consigo mismo o a construir escenas entre el delirio y el recuerdo (quizás). Un día hará caer todas las manzanas de un árbol, hasta no quedar ninguna. Ese será su día más desolador, el más solitario de todos.

El 14 de diciembre llegará a París. Y Eisnerin vivirá. Herzog le pedirá que abra la ventana. Desde hace algunos días, dice, puede volar.

El 12 de marzo de 1982, el cineasta alemán dará un discurso con motivo de la entrega del premio Helmut Käutner. Es el bellísimo epílogo de este libro. En él nos contará todo aquello que para sí mismo y para su generación fue la figura de Lotte Eisner.  Una generación que tenía abuelos pero no padres. También la exime de su conjuro: Puede morir. Lo hará no mucho más tarde, el 25 de noviembre de 1983, nueve años y dos días después del comienzo de aquel viaje a través del frío, caminando sobre el hielo.

[…]

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2 thoughts on “ Werner Herzog. El árbol y las manzanas, por Juan Jiménez García ”

  1. Cuando lo vi no pude resistir por la curiosidad que senti ante una idea semejante. ¿Como se podia hacer tal cosa? ¿Como un ideal nos puede hacer de removernos de esta manera? Esta claro que las personas extrordinarias hacen siempre cosas extraordinarias y este diario a si lo indica y nos demuestra una vez mas que solo de esta forma se puede luchar con la tragica situación del aburrimiento que la sociedad quiere arrastrrnos a pertenecer a un rebaño.

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