El chicle de Nina Simone, de Warren Ellis (Alpha Decay) Traducción de Núria Molines | por Juan Jiménez García

Warren Ellis | El chicle de Nina Simone

Y entonces me vino a la cabeza Georges Perec. El tremendo viaje sentimental del chicle de Nina Simone, desde aquel concierto en Newport hasta su exposición museística, veinte años después, siempre de la mano de Warren Ellis, tiene muchos de los intereses del escritor francés. El agotamiento de un lugar (y ese chicle es un espacio en el que convergen los más diversos personajes y sentimientos), una apelación a la memoria como espacio geográfico, el gusto por las listas y la enumeración (en lo que en Perec podía ser su propio escritorio, en el músico sería, entre otras cosas, su maletín), un apego a los objetos, pero definitivamente, un apego a la vida, a todas aquellas cosas que están ahí, objetos humildes, formando parte inalienable de nuestra existencia. Lo infraordinario. Porque Warren Ellis es un campeón de lo infraordinario, un coleccionista de esos pequeños objetos, magdalenas proustianas, que le acompañan en sus viajes o están ahí, en su estudio o por todos lados. Es curioso. Escuchando el último disco de Nick Cave and The Bad Seeds, antes de leer su libro, pensaba precisamente en eso. Su música surge de la nada, del silencio de la nada, crece, se alimenta de ese silencio que nunca abandona del todo, crece, trepa, se eleva, nos eleva. Lo infraordinario se convierte en algo extraordinario. 

El viaje sentimental del chicle de Nina Simone es también un recorrido. Desde aquel acto de, acabado el concierto, subir al escenario y coger esa toalla donde ella había pegado ese chicle, hasta su exposición en Copenhague, en una muestra dedicada a Nick Cave. Han pasado los años y el recorrido es largo, esforzado. Desde el temor de la pérdida (implícita no solo en su propia fragilidad sino en su condición de objeto común) hasta la necesidad extrema de su conservación, como algo que va más allá de su propia naturaleza. En esa toma de conciencia del músico empiezan también sus temores, y en sus temores, una cadena en la que sus participantes, por muy lejanos que estuvieran, por muy ajenos o desconocidos que fueran a él, forman parte de una idea de conservación de esos recuerdos que van más allá de la anécdota y lo físico para convertirse en una conexión espiritual. Y así hasta llegar a dos momentos importantes: la reproducción del chicle y su exposición.  

Pero entre todo ello, está la persona. Warren Ellis entrelaza esa anécdota, ese viaje fantástico, con su propia vida. Con sus recuerdos de infancia o de juventud, con su relación con Nick Cave, con su encuentro con la música, con otros objetos míticos, como ese violín tallado, que se va descomponiendo entre sus manos concierto a concierto.  La emoción de Ellis por los que le rodean, por lo que le rodea, por lo que sucede, es algo contagioso. Como si su música solo fuera una prolongación del gusto por lo que le está ahí, por ese convertir en magia, en algo digno de admiración, los objetos y las cosas más humildes. La vida es eso. Ese poner en orden nuestras pequeñas cosas, que son las que nos dan un sentido, una especificidad, las que nos dan una carta de identidad entre tantas cosas grandes, en un mundo tan propenso a las generalizaciones, a las palabras grandes. Ese canto a lo pequeño en un músico tan grande no deja de ser conmovedor, porque es sincero. Y es que, si hay algo que atraviesa el libro de un lado al otro, más allá del chicle de Nina Simone, es esa persistencia de una cierta inocencia, de una humildad, de una entrega a lo otro, a los otros. Cosas frágiles que nos ayudan a resistir. A vivir.


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