Profundidad de la noche, de Vladimir Holan (Galaxia Gutenberg) Traducción de Clara Janés | por Juan Jiménez García
Profundidad de la noche, profundidad del misterio. Largos años de relación con Vladimir Holan y ese misterio se mantiene. Libro tras libro, reunión tras reunión, cada nueva aparición solo hace que ahondar en ese misterio. Nunca he buscado respuestas y me fastidian las preguntas, tal vez porque todo es una sucesión de dudas (y qué es la duda sino una sucesión de preguntas y respuestas interminable, inagotable). Así pues, vivo en ese misterio y es ahí donde quiero estar. Con Holan. Con otros. Con Holan especialmente. Profundidad de la noche es tal vez el libro definitivo, la última piedra, la última puerta, las últimas palabras. En él está lo conocido y lo desconocido. Lo primero y lo último. Los extremos. Lo que empezó y lo que acabó, y entre todo está lo que Clara Janés llamó, en otra entrega de su relación de amor con el poeta checo, la grieta de las palabras.
Sí pienso en las marcas que dejé en el libro, mi relación con Vladimir Holan se construye alrededor de Dolor, que reúne poemas escritos entre 1949 y 1954. Mil novecientos cuarenta y nueve no es cualquier año. Es el año en el que Holan se retira a su casa en la isla de Kampa para no volverla a abandonar. En algún verso habla de la búsqueda de un poema tan diáfano que será invisible. Pienso que en ese misterio sobre el que he construido mi relación con su obra, está esa necesidad de lo invisible. Y entre lo invisible, el silencio. Quitando algunos poemas más extensos, quitando su obra en prosa, de la que aquí tenemos más de una muestra, su poesía está construida en la brevedad, en la fugacidad. No tiene sentido hablar de imágenes en alguien, en algo, hecho de palabras, de unas palabras que se pueden tocar, de unas palabras sobre las que pasamos los dedos, recorriendo su camino en las páginas del libro. No, lo suyo no son imágenes, es otra cosa llena de ecos, de evocaciones, que nos llegan desde un pasado, allá lejos, para atravesarnos, una y otra vez, hasta quedarse entre las paredes de nuestro interior, como algo antiguo en lo que queremos encontrar lo nuevo. Lo nuevo, suma de antigüedades. Lo nuevo, ese pasado del futuro.
En los versos de Vladimir Holan siempre hay un diálogo. Y en él, unos pocos, pero no unos solos. Habla consigo mismo y habla con nosotros, y siempre hay un tercero y un cuarto y seguramente un quinto, sexto y octavo. Como si sus palabras buscaran caprichosamente un mar que no quieren encontrar. Profundidad de la noche, del misterio, de las palabras, de la poesía. Una voz que nos llega de lejos, del mito, para quedarse a nuestro lado. ¿Cómo vivir?, se pregunta. Y esa pregunta está en todas las páginas, así como la ausencia de una respuesta. Cientos de páginas después, seguimos ahí, aterrados entre tanta belleza. Volvemos a Kampa. A la casa del poeta, encontrada por azar. Una casa en la que seguramente no podría vivir ahora, porque nadie tiene ya de abandono, afectada por una de las enfermedades de nuestro tiempo. Allí no estaba. Solo una cabeza de piedra. Lo encontramos en el parque cercano, junto al museo dedicado a Jan Werich. Luego, estaba el Moldava, y el aire movía las ramas de los árboles, y la hierba, y traía algo de lluvia. Nada le recordaba, pero estaba ahí. Seguro. Dice que el arte empezó con la caída de los ángeles. Y seguimos esperando su final, que desde entonces siempre imaginamos cercano. Pero mientras las palabras sean capaces de hacernos temblar, como un helor, todo seguirá. Paraíso e infierno.
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