L’Afamada, de Violette Leduc (LaBreu) Traducción de Míriam Cano | por Gema Monlleó
“Vaig rebre els primers records amb una frescor de convers: el seu abric de llúdria negra, la seva pinta de plata llavorada, una ungla vermella encrostissada, la seva meu melosa. Veia massa els seus ulls blaus. Els daus s’havien llançat. Les cartes gitanes estaven tirades”
Hay tantas maneras de vivir la pasión amorosa como personas que la viven. Sin embargo, cuando la pasión se convierte en obsesión, y la obsesión en paroxismo, los relatos escritos desde la perspectiva del que se obsesiona comparten un abanico de trazos que va de la adoración a la ira, de la ensoñación a los celos, de la necesidad al desprecio, del vivo sin vivir en mí al muero porque no muero.
L’’Afamada (1948) es la segunda novela de Violette Leduc (Arras, 1907-Fauçon, 1972), la novela que escribió después de que Simone de Beauvoir se convirtiese en su mentora tras la revisión conjunta de La asfixia, publicada por Gallimard bajo la dirección de Camus (1946). Y es precisamente Simone de Beavoir la destinataria y protagonista innominada de este relato del delirio amoroso de Leduc. A medio camino entre lo que hoy llamamos autoficción y el retrato autobiográfico, se trata de una narración poética y arrebatada (“de seguida vaig estar envaïda”) en la que lo narrado es vivido y sufrido tan hondamente que la realidad queda (¿voluntariamente?) desdibujada en pos de la agitación violenta del propio incendio, el incendio de una pasión que abrasa a la autora desde su reiterada fealdad: “Veig la seva boca justa. Les seves faccions íntegres. La seva bellesa inunda el meu pobre rostre. Una lletja s’entrega a la bellesa com un tauró a la sang”.
Leduc bucea en la grieta de su desgarro convirtiendo el aguijón clavado del amor en emociones, venenosas a ratos, que la lastran aunque también la mantienen con vida desde el frenesí de la palabra (“Trepitjo un parterre de núvols. L’he tornada a veure, soc un déu per a mi mateixa”). Un hilo de memoria-ensoñación-cráter tan bello como doliente (“sobre el meu cap hi havia l’estremiment de les catedrals”), transformador y galopante, que se convierte en un autorretrato atmosférico y anímico inscrito en el espíritu de su época: el existencialismo francés (“a l’estómac hi duc un carregament d’angoixa que camina fins a la gola”) con la sombra de la guerra todavía presente (“La mort té dins l’adeu, però les dones encara no sospiten que sigui als camps de batalla. Els herois encara són innocents”).
Hija ilegítima nunca reconocida por su padre burgués (el título de otra de sus obras es La bastarda, Capitán Swing, 2020), criada entre una madre que la despreciaba y un hospicio que aparece de manera intermitente en el texto, Leduc escribe desde el abandono, el rechazo y la soledad (“Cauré de solitud en solitud. La de cada dia m’empenyerà cap a la següent com un foc d’artifici”). Es permanente su deseo de fuga de una existencia que la oprime y reprime (“soc una orquestra plorosa que ningú no escolta”) y que, desde la orfandad continuada por las pérdidas, tanto la calcina y agita como la inmoviliza y congela (“pertanyo, a contracor, a la raça inútil dels glaciars”). A modo de exorcismo de sus demonios, L’Afamada es una estampa fragmentada de emociones y miedos, de angustia y desasosiego (“soc una massa farcida de dolor”), de un latido que se interrumpe cada vez que mira al abismo de la falta de correspondencia a su pasión, y que sólo encuentra cierta calma en la evocación de la presencia de la amada (“quan tanco els ulls, tinc la generositat de la seva boca, les seves passetes apressades, la seva diadema de cabells dòcils, l’amplada del seu front, el llavi superior lleugerament aixecat, on la infantesa sobreviu”). Leduc escribe como quien taladra cemento (“soc enmig d’un túnel que cal xuclar”), percutando su interior (“sentim els mateixos xàfecs, però jo tinc tres llambordes al coll”), y desmenuzándolo tanto que después confunde las piezas de su propio puzle dando lugar, en su intento por recomponerse, a escenas borrosas, visionarias y tan turbadoras como el insomnio que la cerca. Implacable en fondo y forma no facilita al lector la asunción de los hechos sucedidos con los deseados y es esa confusión, vertiginosa y lírica, la que me sepultaba en su misma aflicción mientras la leía. ¿En qué momento el amor, la pasión, cruza la frontera hacia la paranoia? ¿Cuándo el reflejo literario de su vida es en un espejo deforme? Lobos, sirenas decapitadas, truchas, o una trompeta negra que se alza desde la miseria y por el dolor, se elevan entre las palabras (“Faig un gest a la porta del cafè. S’obre, quatre llops invisibles travessen la sala. En poso un a cada pota de la taula. Trepollen i en cabat esdevenen reals”).
La veneración por de Beauvoir, la mujer sin nombre, la Senyora (“permeteu-me que, sobre el paper, us digui Senyora…”), la que lee en los cafés (podría tejerse una letanía con todas las frases que comienzan con un “ella llegeix”), la que viaja (“la seva partida és un cadàver tou que carrego a l’esquena”), a la que espía desde las inmediaciones de su casa y desde la puerta de los cafés mientras la vida discurre alrededor (“mentre era aparcada davant del seu edifici, el món treballava, paria, assassinava, robava, gaudia, sembrava, remugava, dormia, dansava”), la que le escribe y cuyas cartas se convierten en votivas a las que consagrarse (“La bellesa és sobre la meva taula. Envernissaré la seva carta plegada en quatre. M’embadaleixo amb la cal·ligrafia de què no distingeixo els mots”), también la que la rechaza (“la seva indiferència és modèstia de princesa”), la que desprecia su pasión desde la displicencia (“la seva moderació és exemplar. Una nova Pompeia tremola fins aquí”), la que considera el nunca explícito momento del arrebato mutuo como un espejismo (“per a ella, l’esdeveniment és un miratge”), es el leit motiv único de esta novela que podría definir como un largo poema-monólogo en prosa en el que el amor y la muerte comparten frontera (“Tinc la tomba al baix ventre. Ella no m’ha volgut”).
En el texto runrunea el pasado (un internado, ¿un marido?), y en el presente la falta de correspondencia en el amor empuja a la autora a la lujuria (“De vegades, la castedat em dona equilibri, de vegades desequilibri. El meu desequilibri és de debò. L’equilibri que em dona la castedat és l’equilibri d’una ombra”) y a coquetear tanto con la prostitución como con el suicidio (”Jo somnio amb ella però no goso tocar la papallona de coure de la clau del gas”). Leduc, deseo de ser objeto cuando ser sujeto que ama topa con la tapia de la imposibilidad (“arriba, solitud, arriba amb els teus cabells despentinats sobre la cara, comença a fer sonar els orgues del meu desert”).
La escritura de Leduc es la cascada de un deshielo que fluye a distintas velocidades, pero siempre derramándose sobre ella misma, traspasándola, trascendiéndola, también expandiéndola desde una crudeza y una impiedad en la que resuenan, por el estilo, obras de Marguerite Duras, Nathalie Sarraute o Jean Rhys. La efigie de la pasión tiene también su eco en textos de Annie Ernaux como Perderse, La ocupación o Pura pasión, quien, al igual que Leduc, deja a un lado la clemencia y la autocompasión en lo que narra. El continuum que vacía a la autora tiene tanta crudeza como lírica (“tinc el blau de Chartres a les orelles”) y su escritura es extrañamente luminosa en las tinieblas de lo escrito. Directa, seca, cortante, implacable e indiferente, mortificada, afilada, desbordante, mordaz, salvaje, hiriente, arrebatada, esta confesión es el relato de una alienación por vía de una obsesiva pasión no correspondida.
L’Afamada es una novela escrita desde la herida y con la herida, un texto que aturde porque se lanza sobre ti como un tsunami de flaquezas y vacíos, de deseos y de mermas. L’Afamada es el eco de un abismo nervioso y lisérgico, que fustiga a la escritora que desciende y al voyeur que observa (sea de Beauvoir o seamos los lectores). L’Afamada es un grito tras la epifanía de la pasión (“l’esdeveniment”) y la tortura de la impotencia. L’Afamada, hipnótica y adictiva, es la pura violencia narrativa de Leduc desde su ser deseante: “Ha tornat, se n’ha anat. Estrenyeu-vos una mica més, morts. Necessito una mica de lloc…”