Los Alpes marítimos, de Vicente Monroy (Lengua de trapo) | por Óscar Brox
La llegada inminente de la treintena describe esa imagen precisa de ir en el vagón de cola de los sueños de la juventud. Hay algo, probablemente una época, que acaba. Sin embargo, no es la madurez lo que la sustituye, sino un momento, no sé si pasajero, de incertidumbre. Ese poso de amargura, la suficiente como para tragarla en el día a día, que describe nuestra tardía incorporación a la vida. Uno empieza Los Alpes marítimos con la impresión de estar acercándose al territorio de la novela generacional: Pablo, su protagonista, tiene un trabajo, más que precario, insatisfactorio, una vida familiar algo descompuesta y la sensación de que, con el tiempo, ya no pertenece a ninguna parte (algún día habría que hablar de la promesa de pertenecer a algo, de la obligación por identificarse con algo, que marca en cierto modo nuestra adscripción al mundo adulto). Regresar a la casa familiar, por tanto, parece la única vía de salida. Sin embargo, Monroy corta cualquier tentación de autodescubrimiento y aprendizaje (la nostalgia del retorno al hogar no tiene por qué hacernos mejores personas) para hablarnos de la forma en la que nos relacionamos con las cosas, con las personas, con el mundo. Y, en definitiva, qué podemos esperar de todo ello.
Monroy se vale de diálogos ágiles para no tener que cargar la narración de explicaciones y de una abundancia de detalles que oscurezcan innecesariamente la historia. Le basta con dejar a su protagonista a su aire, entre encuentros casuales en la ciudad, y observar cómo madura su visión de las cosas. Es ahí donde entran en juego los últimos coletazos de la juventud, con unas aspiraciones de futuro, aunque maltrechas, todavía presentes. El arte, la creación, la expresión de una sensibilidad… Monroy maneja estos asuntos consciente de que, antes o después, se darán de bruces con una realidad francamente mediocre y superficial. Lo falso, el artificio, siempre queda por encima de lo auténtico. Y lo cierto es que gran parte de la novela muestra cómo Pablo va penetrando en la alta burguesía catalana, entrando en relación con ese mundo a priori desconectado de su realidad y, probablemente, de cualquier otra.
Pablo se reencuentra con Darío. A ambos les une su amistad de juventud, el gran viaje iniciático (a los Alpes marítimos) y esa vida insustancial, cada uno por motivos diferentes, en la que están instalados. Por mucho que no formen parte de la misma clase social, el sentimiento es igual. Un vacío, una tibieza o el socavamiento de esa ambición juvenil que los ha colocado en una posición incómoda. Frente a un escenario de cartón piedra, oropeles y diseño, Monroy insufla a sus personajes una duda, unas cuantas dobleces, la voluntad de atravesar el paisaje sin quedar atrapados por la insignificancia. En la novela se habla de Antonioni y Pavese y fluye, como en un segundo plano, ese aire de incomunicación que convierte a la alta burguesía en el reflejo gélido de una clase social en descomposición. No en vano, muy pronto la acción pasa a desarrollarse entre fiestas, eventos, viajes a Sitges y a cualquier otro lugar que ponga un poco más de distancia con la ciudad. Que subraye, si cabe, el espejismo. El artificio. La falta de identidad. Conflictos, todos ellos, en la mente de Pablo que Monroy se atreve a explorar plásticamente, poniéndolos en escena a través de paisajes y personajes.
En esta tesitura, el atentado de Las Ramblas, parte de estos Episodios Nacionales que ha puesto en marcha la editorial Lengua de Trapo, adquiere un carácter alegórico. En la narración es un ruido, un acontecimiento que sacude el relato desviando momentáneamente la atención. Sin embargo, Monroy se vale de él para poner en perspectiva las reflexiones de su protagonista. ¿De qué sirve la creación, o la vocación por crear, en un mundo capaz de una violencia tan irracional y de una falta de unidad política? ¿Puede el arte, en minúscula, ser eco de estas situaciones y ofrecer algo más que un lamento? Una herramienta crítica, una expresión que apunte hacia el futuro… Diría que esa es una de las varias encrucijadas que afronta Los Alpes marítimos y que otorga solidez y profundidad al relato de Monroy. Entre otros motivos, porque su autor no se ve obligado a resolver los asuntos personales; tan solo a revolverlos, a mostrar los hilos y probar a conectarlos. No le interesa que sus criaturas recuperen cierta convicción por los sueños de juventud, ni tampoco que se lamenten por dejarlos pasar. Lo que le interesa es mostrarlos conscientes de ese vacío, de la tibieza (la expresión es suya) con la que la vida adulta se relaciona con sus cosas. De esa falta de plenitud que, paradójicamente, dice mucho de cómo imaginamos la madurez. Lo que durante años, hasta casi rozar el bochorno, se nos ha dicho que era la tolerancia a la frustración.
Probablemente, Los Alpes marítimos sea una novela que apunta muchas cosas y que se puede leer en varias direcciones. Como texto que trata el espinoso asunto generacional y como comentario crítico de la ansiedad creativa, como juego literario que se acerca a la novela de treintañeros y como expresión de una frustración contemporánea ante una realidad cortocircuitada por los numerosos acontecimientos que la sacuden. Lo psicológico se funde con lo plástico, el fondo está íntimamente conectado con la forma. La Barcelona burguesa y altiva se reconoce por sus calles y escenarios, pero resulta más una construcción mental de un protagonista que, como los antihéroes de Nicholas Ray, ya no puede volver a casa. Es la madurez, y sus decisiones aplazadas, la que todavía le hace creer en la posibilidad de los sueños de juventud.