Entre dos mundos, de Upton Sinclair (Hoja de lata) Traducción de Pablo González-Nuevo | por Almudena Muñoz
¿Es apropiado que un jovencito heredero de un macroimperio armamentista, dedicado a viajes, cruceros, costosas obras de arte, ensoñaciones en decadentes casas familiares de la Riviera y mujeres estúpidas y guapas, se convierta en el cronista definitivo de los acontecimientos del siglo XX? No se trata de Tony Stark, sino de Lanny Budd, el protagonista de la larga saga El fin del mundo, formada por once tomos escritos por el estadounidense Upton Sinclair -de los que la editorial Hoja de Lata lleva dos volúmenes publicados. ¿En qué estaba pensando el autor, que inauguró su carrera literaria con brío y desafió al statu quo de la temática novelística, hablando del empleo precario en el Union Stock Yards de Chicago y de la sucia fiebre petrolera en California? Seguramente, en elaborar una broma triste y ácida. Además, para más aclaraciones, el volumen comienza con una nota del propio Sinclair, en la que expone sus métodos y argumentos.
Lo más directo que puede desgranarse en ese preludio es el miedo y el odio hacia Hitler y Mussolini: «Esos dos zorros son mi presa y espero poder colgar sus pieles sobre la chimenea». Sinclair pertenece al grupo de escritores de su época que, llegado el momento, no pudieron sortear que los dos grandes villanos de la actualidad se convirtieran también en las fuerzas mayores de su ficción. Con un objetivo claramente crítico e historiador, pero asimismo de desafío narrativo: ¿es posible reflejar la Historia en el tejido imaginario con tanta celeridad? Sinclair apuesta que sí, y empuja una peligrosa torreta de fichas hacia el centro de la mesa de juego -esa larga y densa parte de la primera novela que concierne a la Conferencia de Paz de París en 1919. La construcción se tambalea en cuanto empiezan a arrancarse piezas de la zona inferior, aunque las ruinas en este caso podrían ser algo positivo: el continuar de un relato que, como el siglo XX, se basa en el reciclaje de episodios espantosos, que componen una sinfonía de estruendos como la vida del ricachón que obtiene su fortuna de las armas y la gasta en copas y barcos. Ese Lanny Budd con nombre y costumbres de americano de una literatura derrocada a la vez que las clases sociales a las que representaba -los jovenzuelos en una eterna resaca de ideales de Scott Fitzgerald y Ford Madox Ford. Un tipo por el que Sinclair, y el lector, acaba sintiendo sincera simpatía, aunque sea como vehículo de episodios más grandes e interesantes.
El ritmo de una novela tan vasta como Entre dos mundos sería imposible sin la oscilación que Sinclair imprime a la ficción detallada y a los rumores históricos que la rodea y empiezan a formarse con mayor fuerza que la imaginación de ningún escritor. El devenir íntimo y pintoresco de personajes como la extravagante pareja Beauty y Kurt, la familia de Budd o la delicada y enferma Marie, se suma a las anotaciones acerca de sucesos tormentosos que amenazan desde la lejanía -para los protagonistas, sumidos en la década de los años veinte, pero demasiado reales y de resultados inciertos para Sinclair, que escribe en pleno 1940. Pero, ¿de qué le sirve a un personaje con dinero poder recorrerse Italia y Alemania si al menor desliz, como abrir un periódico, lo bombardean remordimientos acerca de sus fuentes de ingresos y su modo de vida? Como invoca el padre de Lanny, «el dinero no huele», y tampoco lo hace el galimatías de finanzas, bonos, cotizaciones, socialismo y antisemitismo hasta que la humareda impide circular libremente entre países y antiguos conocidos, cambiados drásticamente por las ideologías en alza.
Incluso ante un panorama tan revuelto y cargado de las peores profecías, a los hombres como Lanny les es imposible desvincularse del viejo mundo. El miedo a la guerra, que a su vez supone un beneficio para su negocio, queda momentáneamente por debajo del temor a perder un estilo de vida, a que los sastres se queden sin empleo si los caballeros dejan de lucir bellos trajes. Así, Lanny intenta seguir con el curso habitual de una vida opulenta mientras fuera se impone una ópera cada vez más feroz. Sinclair batalla al mismo tiempo: la narración tradicional, tendente a cultivar la empatía crítica con el protagonista, tiene que evitar el cinismo ante hechos que no pueden ser tomados a broma, a la vez que la responsabilidad de un análisis total se impone a la pequeñez de los puntos de giro folletinescos: casamientos, enfermedades, fugas y traiciones. Una vez que todo estalla definitivamente y la borrachera llega a su fin, Lanny debe cargar con una esposa frívola y un maremagno bursátil que no comprende. Toda una ironía para su clase y para tipos como él en un contexto que va a prescindir rápidamente de ellos. Sólo queda sobrevivir de algún modo y, en esta saga que apenas acaba de comenzar, Sinclair se encargará de que el interés por las andanzas de Lanny Budd no muera en esa hora entre lo más brillante y lo más oscuro del siglo XX.
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