Satin Island, de Tom McCarthy (Pálido fuego) Traducción de José Luis Amores | por Óscar Brox
Al comienzo de Satin Island, su autor, Tom McCarthy, enseña los dientes al advertir, a propósito de la necesidad social de los mitos fundacionales, que la gente busca un perno que asegure el andamiaje que a su vez sujeta la arquitectura de la realidad. Con la memoria convertida en cámara, soporte material en el que digitalizar y registrar cada pisada en el tiempo, Google se transforma en la jungla a la que se dirigen los nuevos antropólogos para saber qué se cuece en eso que llamamos el ahora. Qué relación mantenemos, de qué manera nos adherimos a lo contemporáneo, cuál es el grado de incidencia de todo esto sobre la realidad. Visto así, se podría pensar que para McCarthy la realidad es poca cosa, un cuerpo enclenque que conviene disfrazar para que aparente algo más. Un misterio sin resolver, una conquista inútil en la que, sin embargo, perseveramos porque nos gusta mantener una actitud inquisitiva. O porque pensamos que es importante y hay que concederle un valor especial. De ahí, pues, que su autor no deje de apuntar, a menudo a base de cañonazos, el escepticismo que nos invade cuando evaluamos nuestra relación con las cosas. Con el mundo. Con los demás.
Satin Island describe la redacción de un informe sobre el ahora, tarea que se le encomienda al protagonista, U, un antropólogo al servicio de las grandes empresas. Ante algo tan escurridizo, mutable y, básicamente, inaprensible, el viaje de U atraviesa lo que llamaríamos las grietas de nuestra realidad para mostrar esa combinación de anhelos y frustraciones que marcan el carácter humano contemporáneo. El relieve escaso de nuestras acciones o el colosal sentimiento de fugacidad de las personas y las relaciones. Para ilustrar ese primer punto, McCarthy se sirve del personaje de Madison, la única figura femenina del libro que mantiene con U una relación sentimental. En su historia del viaje a Génova para participar en una manifestación antisistema, el autor apunta algunas de las (erróneas) percepciones que arrastramos con nosotros; sobre todo, al hacer de ese viaje una pesadilla casi kafkiana que conduce a Madison hasta una pensión, en un penoso proceso de tortura y devolución en caliente a la realidad de la que fue expulsada. Episodios que, sin embargo, no parecen tener un color especial, un tenor moral diferente, sino la misma clase de confusión con la que su protagonista describe la accidentada escapada a Italia. Como si, en verdad, no tuviese la menor importancia; al fin y al cabo, la caída de las torres gemelas opacó el impacto de aquella cumbre. Un simulacro devoró el interés del otro.
Petr, el otro gran personaje del libro, es el amigo enfermo que capítulo a capítulo explica los progresos de las diferentes terapias a las que se somete para atajar el cáncer que le han detectado. Con no poca ironía, McCarthy hace de esa historia una suerte de tragicomedia en la que apuntar la fugacidad con la que, pese a todo, nos movemos por la vida. Por mucho que, una vez muertos, aún se conserven nuestras huellas en los dispositivos electrónicos, lo más cercano a un fantasma que la realidad cobija en su seno. Y es que, a medida que avanza el libro, la sensación más patente es la del autoengaño que, con nuestro consentimiento, opera libre de ataduras. La impresión de que somos nosotros quienes engordamos los datos, inflamos la realidad, para que cualquier revelación que saquemos a la luz no sea una verdad escuálida. Sin interés ni importancia. Algo, por cierto, que el mismo Nietzsche parodiaba al reflexionar sobre el vano talante descubridor del hombre. Capaz, en definitiva, de cualquier cosa, de cualquier invento, para reclamar su lugar, su atención, en el mundo.
La redacción del informe de U, las dudas que asaltan sus pasos, la sensación de caminar por arenas movedizas culminan con su viaje a América. En concreto a Staten Island, la isla neoyorquina convertida en la escombrera de la ciudad, en el contenedor al que van a parar los cascotes de las Torres. Ese lugar en el que la Historia palpita, brilla con un fulgor diferente. Un no-lugar, una zona de paso, en el que en silencio se desmantela el andamiaje de una realidad (por ejemplo, la del mundo antes del 11-S) para sustituirlo por otro. Tal y como hacemos con las cosas y, por supuesto, con las personas. Quizá la visión más brutal y directa de en qué consiste el ahora y cuál es nuestro papel en él.
Satin Island es un espléndido ensayo sobre lo contemporáneo y, por qué no decirlo, también una fábula. Una historia, o un informe, que atraviesa nuestro tiempo para mostrar sus inconsistencias, sus veleidades, la escasa importancia que nos resistimos a concederle. Una parodia atroz de la seriedad con la que afrontamos lo contemporáneo, a pesar de sus evidentes signos de debilidad, quién sabe si asustados ante un vacío, ante la falta de relieve, que se refleja en la superficie de cada cosa. De cada lugar. De cada persona. De cada vez que emprendemos la caza del ahora como si, en el fondo, se tratase de la gran ballena blanca que todos, en algún momento de la vida, nos dedicamos a perseguir. La búsqueda de un sentido, de un perno, de un andamiaje, para nuestras acciones. Que es lo mismo que decir para nosotros. Para nuestra humanidad.
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