Teatro Grottesco, de Thomas Ligotti (Valdemar) Traducción de Marta Lila Murillo | por Óscar Brox
Con una buena dosis de ironía, Alberto Savinio repasaba en su Nueva enciclopedia algunos de los conceptos filosóficos más relevantes del siglo XIX para aplicarles un barniz de perspicacia literaria. La voluntad, piedra de toque de la obra de Schopenhauer, aparecía en una de las anécdotas recogidas por Savinio de la siguiente manera: como la historia de un soldado que podía dominar los latidos de su corazón; para Savinio, huelga decirlo, prueba más que fehaciente para avalar la renuncia a la voluntad de vivir que Schopenhauer situaba en un ámbito más metafísico. Lo que aquel trataba con esa mezcla de sarcasmo y escepticismo, los cuentos de Thomas Ligotti lo vuelcan como una expresión de horror. De terror filosófico, quizá, puesto que cada uno de sus relatos evoca un intenso sentimiento de desesperación vital. Un hastío contra el que no se puede oponer resistencia, solo dejarse llevar hasta el fondo sin billete de vuelta.
Teatro grottesco, la colección de relatos que publica Valdemar, abunda sobre ese sentimiento hasta sumir a la existencia humana en un aire de pesadilla. Los personajes de Ligotti son casi siempre hombres corrientes, eslabones débiles dentro de un engranaje que los exprime hasta el límite de sus fuerzas; trastornados, ansiosos, devorados por un paisaje mediocre que envuelve sus cuerpos hasta cortarles la respiración. Abandonados a ese tipo de horror que les carcome por dentro, que corta cualquier vínculo con el mundo, hasta que no queda nada. O hasta que perciben esa nada insignificante a la que han sido arrojados. Contra la que el único anhelo posible es la muerte. La desaparición. Dejar de existir. No por casualidad, muchos de sus relatos tienen lugar en ambientes industriales, en fábricas o en despachos, en los que la burocracia kafkiana va unos cuantos pasos más allá en su capacidad de destrucción. O de desestructuración de una realidad demasiado precaria, desabrida, que sus personajes toleran gracias a las drogas recetadas, como si la atmósfera cargada de esos lugares solitarios se les fuese a venir encima.
Ligotti desarrolla el pensamiento más negro, más descorazonador, con la claridad de un corte perfecto. Sin, prácticamente, dejar espacio a la oposición; ni siquiera al arrebato escéptico. En sus relatos apenas cabe la ironía más amarga, el último atisbo de compasión hacia unas criaturas movidas por hilos, por destinos, que no pueden llegar a comprender. Solo aceptar, con resignación, como un atajo hacia el final más rápido. O cómo una forma de eludir ese horror deforme intuido tras el cristal del despacho del supervisor provisional o al fondo del altillo surcado de telarañas. Porque el suyo es, más bien, un universo de desazón, en perpetua descomposición, en el que la lógica de las cosas pronto pierde el hilo de la conversación y sus personajes, perdidos y derrotados, caminan en círculos sin nada que hacer. Solo dejarse llevar, mezclarse con ese paisaje tétrico que va devorándoles lentamente, reconocer ese intenso sentimiento de desesperación vital del que emanan la mayoría de sus monstruos.
Marionetas de carne y hueso, autómatas encadenados al brutal trabajo de ensamblaje, escritores raptados por sus pensamientos pesimistas, hombres maduros secuestrados por las pesadillas de todo aquello que nunca fueron, la desintegración del arte (o el arte como trabajo de desintegración total) … Los tropos de la obra de Ligotti invitan a pensar en esa clase de terror que se expande como un virus en el sentido común, en el confortable sistema de valores que la sociedad nos ha inculcado y contra el que apenas ponemos reparos. Pero que, en el fondo, dibuja la más siniestra de las realidades. O la más agotada. Fatigada y angustiosa. Tan artificial como la luz de los apliques que iluminan los interiores de sus relatos; tan vacía como esas cafeterías en las que solo se puede tomar una taza de café; tan obtusa como unos personajes que, bien pronto, pierden el orden de sus pensamientos y se dejan arrastrar hasta el fondo de sus pesadillas. Resulta difícil expresar hasta qué punto los relatos de Ligotti, este Teatro Grottesco, mina con determinación el concepto de voluntad, el triunfo de la condición humana, para mostrar su reverso tenebroso; la victoria secreta de la renuncia a vivir. En cambio, basta una página del libro para sentir cómo avanza la desesperación, palmo a palmo, conquista a conquista, hasta alcanzar el centro de todas nuestras certezas. Las decisiones. La seguridad con la que afirmamos las cosas. La realidad que nos envuelve. Esa vida que cae prisionera del horror filosófico.
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