El fin del «Homo sovieticus», de Svetlana Aleksiévich (Acantilado) Traducción de Jorge Ferrer | por Juan Jiménez García
Es terrible leer un libro como El fin del «Homo sovieticus», de Svetlana Aleksiévich. Es terrible a muchos niveles, porque también es un libro escrito con capas y capas de testimonios y todos son como clavos en un ataúd (un ataúd sin muerto). Llegado ya al convencimiento de que la Historia no puede ser contada por los historiadores, que la historia no está en los telediarios ni en los periódicos y que tampoco es cosa de cuatro palabras atrapadas al azar, la obra de Aleksiévich se construye sobre una de las pocas cosas que ya no parecemos dispuestos a hacer, siglo XXI (tampoco antes, seguramente): escuchar. Porque todo el mundo tiene su fragmento de Historia, algo que contar y también la necesidad de hacerlo. ¿Pero quién les oirá, quién nos oirá? La obra de la escritora bielorrusa es ese espacio abierto, generoso, cedido a los demás.
El fin del «Homo sovieticus» nos deja una primera certeza: el «Homo sovieticus» no acabó. Simplemente fue enterrado en vida. Y vivo sigue. Y sigue vivo porque uno no cambia porque lo digan leyes y decretos, ni porque salga en las noticias. No se puede vivir toda una vida y luego, un día, levantarte y que te digan que ya eres otra cosa, enhorabuena. No eres otra cosa: el par de zapatos sigue siendo el mismo y sigues comiendo los mismos macarrones. Y ni tan siquiera te queda la certeza o las directrices del Partido para decirte que todo va bien. La televisión cambió. Donde antes todo eran discursos y mundos felices, donde todo eran masas avanzando hacia el comunismo, ahora son las piscinas de los nuevos ricos, los anuncios de cosas que no podrás tener y, como afirman no pocos, uno va a supermercados como si fueran museos, dado que no te puedes llevar nada. En un país en el que todos eran ingenieros, ahora todos son barrenderos o cualquier otra cosa de similar categoría. Y la esperanza es que el próximo intento de suicidio te salga bien.
Leemos, escuchamos. Hay que tener el valor de escuchar. Y luego de leer todo aquello, como enormes piedras brutas que el tiempo ha ido erosionando, puliendo. El horror, el horror verdadero es que no son gentes excepcionales, sino gente normal. En la primera parte del libro, se enfrentan a sus recuerdos soviéticos y a las revoluciones presentes, a Gorbachov y a Yeltsin, y a la constatación de que de un día para otro no eres nada o, peor, sigues siendo la nada que eras pero aún más hundido. Has pasado de ser un perro a ser un perro abandonado. Y aun así hay que sobrevivir. En la segunda parte, las revoluciones quedaron muy atrás. Todas. Solo queda la certeza de que los rusos son un pueblo de esclavos (y si solo fueran ellos), y que da igual un zar, que Stalin, que Gorbachov, Yeltsin o Putin. El hambre lo iguala todo. Las promesas del capitalismo se han convertido en una nueva forma de infierno, pero infierno después de todo.
Por el libro, como en un desfile de la derrota, avanzan todos: la invasión alemana, las purgas estalinistas, las discusiones en las cocinas, la perestroika, el intento de golpe de estado, el tiempo de los oligarcas, la pobreza extrema, la guerra de Afganistán, la guerra de Chechenia, las guerras en las repúblicas exsoviéticas, todos contra todos, la emigración, la inmigración, la nueva Rusia de Putin, la revolución fallida en Bielorrusia,… Pero todo eso no son más que las ruedas que les pasaron por encima, las piedras que los aplastaron. Los héroes rara vez llevan medallas (que sirven de bien poco, como una forma de conseguir algunas monedas vendiéndolas en esa nueva sociedad en la que se vende todo y se compra bien poco). Las personas que hablan son las madres, los padres, los hijos y abuelos. La gente común que no debería tener nada de excepcional, pero en las que todo es excepcional y, a menudo, asfixiante. El alma rusa, esa cosa que nadie ha visto pero en la que todos parecen creer, surge como explicación. Un pueblo siempre dispuesto al sacrificio, siempre necesitado de ser grande, añorando el pasado, entregado en el ajuste de cuentas, borracho hasta el vómito, violento pero en busca del amor, como eternos adolescentes.
Hasta a las desgracias se acostumbra uno y la capacidad de sufrimiento es ilimitada. Los despojos de la Historia, que somos todos, forman una informe montaña de escombros. Ya no es una cuestión de aceptar las reglas del juego, como cantaban y contaban los altavoces del futuro de la nueva Rusia, sino simplemente que nunca se pudo jugar a nada, ocupados en sobrevivir. Porque, para entendernos, parece que los rusos se pasaron muchos años no empeñados en vivir, sino en sobrevivir, y el significado de aquella palabra se les escapa. Las promesas del pasado, las promesas del futuro, no tienen ningún significado en el presente. La rabia, la impotencia, se ha convertido en el último movimiento, la zozobra, de un enorme barco-patria al que recurrir o echar de menos.
En lo que nos corresponde, durante las más de seiscientas páginas testimoniales que solo se pueden leer desde el sobrecogimiento y la urgencia de entender, cuántas veces nos asalta la sospecha de que no estamos hablando de una historia soviética sino universal, y que si no tenemos nada similar es simplemente porque todas esas personas están esperando a alguien que les escuche. Están esperando su Svetlana Aleksiévich. Esa persona sensible, capaz de conmoverse y de conmocionar con sus collages de vidas, con sus tragedias individuales escondidas bajo las alfombras de un mundo colectivo que mira hacia otro lado, porque lo terrible siempre es lo de los otros. Llegamos a El fin del «Homo sovieticus» horrorizados. Tal vez hemos comprendido algo, entre tanto horror. Una miríada de imágenes atraviesan nuestra cabeza. El siglo desfiló ante nosotros y no fue amable con nadie, menos con sus protagonistas, de los no se dijo nadie. Contad, hombres, vuestra historia, dijo Alberto Savinio. Y llorad.
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