El amor de Erika Ewald, de Stefan Zweig (Ediciones Invisibles) Traducción de Clara Formosa | por Francisca Pageo

Va creciendo el amor, crece tanto, tanto, tanto que no sabemos qué hacer con él, hasta que el tiempo lo pone en su lugar. Pero no nos precipitemos. Erika Wald es una pianista que conoce a un violinista y del cual perdidamente se enamora. Pero no es un amor normal, es un amor sufriente, que quiere pero no puede, que busca pero no encuentra. Estamos sin duda ante un esbozo de lo que la pasión tiene ante sí. No es un amor sano este, es un amor de amantes, de querer y querer hasta suprimir al otro, hasta dejarle sin aliento, sin vida. Erika Wald sabrá canalizar finalmente este amor, pero el dolor que este la provoca se halla durante todo el libro en una prosa lírica y poética, en la que Zweig nos demuestra que en muy pocas palabras es capaz de darnos todo un paisaje emocional y de la época en la que Erika y su amante vivían. El Prater de Viena, la música de Chopin, la literatura… Ah, qué novela romántica esta y sin embargo tan profundamente visceral.
Escribo esta reseña a las 6:30h de la mañana de un domingo, ante un cielo azul pálido, casi etérico, con los nocturnos de Chopin sonando por los altavoces. Y pienso en que todo termina saliendo como debe ser. Con Erika enseñando y rememorando tiempos remotos en los que se enamoró, en los que cayó perdidamente al fondo de un abismo. Porque el amor es un abismo en el que se cae y del que es muy difícil salir. Quién le diría que se enamoraría así: nadie. La vida nos antepone ante situaciones fluctuosas y misericordiosas y solo nosotros sabremos cómo hemos de avanzar. ¿Pero qué habría sido de Erika si hubiera seguido con la relación? Es, básicamente, la pregunta que nos hacemos todos al leer este libro. Un libro que se arremolina entre el polvo, entre las notas de un piano y un violín. «Hay flores sobre el piano, un poco mustias ya y muy descoloridas a la luz del sol. […] El piano aún está abierto, y la música muerta parece vagar sobre el teclado inmóvil, tan inmóvilmente como si lo estuviera para siempre», dice Dulce María Loynaz en su novela “Jardín”. Y de eso más o menos va este librito, este pequeño libro que es enorme en su contenido y que nos demuestra que con muy pocos elementos podemos hacer una novela que traspase la luz, que traspase los sonidos, las notas de música que aquí se escuchan.
Me da por pensar en la música: cómo ésta une a las personas. Porque es esta una novela musical. Toda música es un anhelo por un ideal. Un deseo por lo que buscamos más allá de lo que ya poseemos. La música está dentro de nosotros y nosotros dentro de ella. Ah, y Chopin… Chopin es el hilo conductor de este libro, es el que los une a los enamorados sin querer. Suenan pájaros al otro lado de la ventana y me digo si esos pajaritos no dialogan con lo que yo escribo aquí. Vamos paso a paso, canto a canto, sonido a sonido. Me tomo mi café y me pregunto si Erika hubiera sido la misma persona si no se hubiera enamorado. La respuesta es no. El amor nos cambia. El amor nos embauca hacia un estado de sosiego, pero a la misma vez de incertidumbre. Quisiera darle un abrazo a Erika, decirle que todo lo que siente puede ser expresado, que no ha de reprimirse pese a que lo piense y lo que siente sea a la vez tan contradictorio. El amor es así: contradictorio. No sabemos hacia donde tirar y no sabemos qué hacer. Pero la pasión se quedará por siempre ahí, aunque se apague la llama. Lo sentido, siempre se queda con nosotros.