Astronautas, de Stanislaw Lem (Impedimenta) Traducción de Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz. Ilustraciones de Elena Ferrándiz | por Almudena Muñoz
Resultan provocadoras esas ediciones en las que un prólogo o un epílogo escrito por algún estudioso ajeno a la época del libro subraya más hallazgos negativos que positivos en la obra que comenta. Por un lado, esas declaraciones son totalmente refrescantes: estamos demasiado acostumbrados a las bienvenidas acarameladas que presentan las primeras páginas de una historia, y con mayor motivo cuantos más años o premios lleva encima. Sin embargo, tratar al título analizado como una obra menor e incidir en sus imperfecciones suele caer en cascada hacia la laguna de la compasión y el paternalismo. ¿Por qué no contemplar en esa imperfección la virtud principal del libro? Por azar me he encontrado con ello en dos lecturas paralelas, ambas cruzadas por su temática estelar: Two on a Tower (1882), de Thomas Hardy, y estos Astronautas (1951) de Stanisław Lem, que por primera vez nos visitan en traducción al castellano.
Al ser su primera novela larga de ciencia fición, Astronautas consigue la actitud de quien recorre por primera vez un nuevo planeta. Y ese logro es aún más relevante en cuanto a que sucede en una época que dispone de informaciones nuevas y precisas acerca del espacio exterior, de tal manera que el romanticismo de Julio Verne debiera quedar ahogado por el peso de las circunstancias. Lem se las apaña para sobrevivir a la escritura de un libro que no le convence (y que por eso contagia su actitud crítica a prologuistas y lectores), abordando el proceso de forma inversa a lo tradicional. En lugar de subirse al artefacto volador fantasioso y propiciar finalmente ciertas justificaciones y conclusiones científicas, la novela comienza con una primera parte expositiva, a modo de un informe creíble que recoge las capacidades de una civilización ultradesarrollada. Cuando la gran nave espacial, de nombre imposible (el Cosmócrator), emprende su viaje hacia Venus y nos lo narra en primera persona el piloto Robert Smith, estallan todas las bridas que sujetaban a Lem y empieza lo interesante. Cualquier émulo contemporáneo habría comenzado con esas palabras, «Me llamo Robert Smith y tengo veintisiete años», pero Lem necesita antes sus más de cien páginas para agradar al régimen comunista polaco bajo cuyo mandato y vigilancia escribe la novela. Y, a veces, los temas más tediosos se acaban cobrando más espacio del que realmente merecen, quizá porque el autor no consigue ver el final, motivo por el que siempre son tan voluminosos los informes, los manuales de instrucciones y las tesis doctorales.
Pero el fin llega, o el principio. Astronautas se vuelve fantástica, porque naíf ya lo era desde sus primeras líneas, tanto científica como políticamente. Tanto las presiones externas como cierto desentendimiento de Lem hacia la profecía humanística provocan que Astronautas resulte hoy en día algo más cercano a la comedia, antes que el horror futurista que continúa siendo 1984 y que escribió George Orwell alrededor de la misma época. Frases como «En el año 2003 (…) la miseria, el caos económico y las guerras habían dejado de ser una amenaza» despiertan una sonrisa simpática, pues la prepotencia del régimen no casa con la inclinación del autor hacia los detalles poéticos y la habilidad que demuestra para rematar con estilo ambiguo capítulos y descripciones. Stanisław Lem es más fanático de lo que no se ve ni se puede adivinar, característica que aplicaría más adelante a otras tramas de misterio ambientadas en el espacio, o a su auténtico alegato político sobre atrocidades mal disimuladas, El hospital de la transfiguración (1948), que intentaba publicar sin éxito en paralelo a Astronautas.
Al pisar Venus, Robert Smith abraza de lleno un derroche de admiraciones y asombros, en busca de maravillas nunca antes descritas en la literatura: bosques de cristal, olas petrificadas, seres extraterrestres de cuerpo metálico. Cuando Rosemary Sumner menosprecia en su breve ensayo Two on a tower, parece estar aplicándole al libro la misma condena que se sufre dentro de la trama: una pareja de amantes secretos que estudian las estrellas, los cometas y el tránsito de Venus desde una torre de observación, donde no les importaría pasar una existencia en común aislada y tranquila. Las voces del religioso, del legislador, del arca del patrimonio y del prologuista vienen a interrumpir el perfecto escenario y a señalar sus flaquezas y sus ironías. Lo mismo acosa al astronauta Robert Smith, que experimenta una emoción y una capacidad de maravillarse que comienza a desvanecerse dentro de un régimen ordenado y en los relatos modernos; en El marciano (Andy Weir, 2011), su sucesor Mark Watney diría, a lo sumo, que en Marte hay «un paisaje jodidamente bonito».
El régimen nacional y racional vuelve a superponer su rostro a la faz de todas las estrellas visibles, colocando la palma sobre la lente del telescopio de un par de simples enamorados del cielo (podrían ser Smith y el lector, paseando juntos por la superficie de Venus). La fantasía cósmica deriva entonces hacia la fábula moral propia de H. G. Wells, a quien Lem admiraba, y Astronautas queda como un tratado de los diferentes estilos posibles en la literatura de ciencia ficción, montados como una torreta de piezas infantiles que cada cual podría alterar según sus preferencias. Como recalca el prologuista de esta edición, Jerzy Jarzębski, ésta no es la combinación favorita de Lem, lo cual no quita que las piezas posean brillo por sí mismas y que el lector pueda soñar con cambiar los vericuetos de la novela, o del destino de unos personajes, o de un régimen político, o de planetas que se suponía que nunca podríamos pisar. Por suerte, algunos como Stanisław Lem esperaron a que el eclipse pasase antes de seguir soñando.
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