Agatha, de Sara Mesa y Pablo Martín Sánchez (La uña rota) | por Óscar Brox
Hace años, en su dietario voluble, Enrique Vila-Matas contaba el viaje junto a Eduardo Lago en busca de la tumba de Herman Melville en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx. Más que de Melville, de Moby Dick, como decía uno de los policías que les orientaban entre las tumbas del lugar. Y en cierto modo resulta curioso los caminos que elegimos para evocar, desde la ficción, la figura de un autor. Como cuando Claire Denis urdió una versión del Billy Budd, marinero entre Melville y la obra musical de Benjamin Britten en su Beau Travail. A su manera, Agatha bien podría resultar un esfuerzo similar a los de Vila-Matas o Denis, en su interés por acercarse a la obra de Melville, o a su particular sensibilidad literaria, sin ocultar su naturaleza de ejercicio posmoderno. De what if… en el que dos escritores deciden tirar del hilo de una pequeña anécdota, fruto de la correspondencia entre el autor de Moby Dick y Nathaniel Hawthorne, para ponerse en la piel del coloso americano.
Así, Agatha nace de ese fragmento de carta en el que Melville explica a Hawthorne el relato del que ha sido puesto en conocimiento por otra persona. Una historia pequeña, surcada por el paso del tiempo y la figura huidiza de un marinero rescatado tras un naufragio. Suficiente, en verdad, para satisfacer las necesidades del juego literario. Para, en primera instancia, invitarnos a reflexionar si aún hoy se puede escribir una historia como aquella acontecida a mitad del Siglo XIX. Y, también, si mediante ese ejercicio se puede llevar a cabo una suerte de autopsia literaria del estilo y los rasgos propios de la obra de su autor. Sara Mesa es la encargada de abordar la primera parte de esa cuestión con Un reloj y tres chales, suerte de miniatura literaria que sumerge al lector en la época y el contexto del relato contado por Melville. Esta vez, desde la óptica de la hija del marinero naufragado, que convenientemente tira del hilo de la ficción para explicar su vida repleta de claroscuros y ausencias prolongadas. Pero que, asimismo, supone un ejercicio de reconstrucción, casi de actualización de Melville, en tanto que Mesa no renuncia a su voz literaria para hacer frente a la posición de escribir lo que pudo ser, y no fue, aquel relato. De ahí la bellísima mezcla entre una personalidad y otra, la forma en que la escritora se adentra y se asienta en el territorio decimonónico mientras juega y dialoga con los tópicos melvillianos.
Otro tanto sucede con Pablo Martín Sánchez y La historia de Agatha, en la que se puede encontrar una cierta afinidad con la anécdota de Vila-Matas del principio. Aquí es el propio Martín el protagonista del relato, al convertir el misterio en torno al cuento de Melville en el motor de su historia. Si en Sara Mesa latía el interés por preguntarse por la actualidad de la novela decimonónica, en Pablo Martín impera la voluntad de juguetear con los rasgos de estilo melvillianos -como Eduardo Berti con los de Joseph Conrad en Un padre extranjero– como sustento para su ficción. No en vano, todo su relato camina por la senda resbaladiza de la ficción, sí, pero sin querer separarse de la realidad, haciendo de ese contraste una ilusión que pueda validar su versión de la historia de Melville. O, simplemente, que pueda validar la ficción como la herramienta más importante para conservar una porción de Historia. Un relato inacabado, o jamás iniciado, cuyas huellas, paradójicamente, permanecen frescas en la memoria literaria.
Artefacto, juego de ilusionismo literario, Agatha es una pequeña gema por contribuir con ingenio y gusto a la desmitificación y la actualización de una obra, ay, demasiado desconocida. Anclada en el Siglo XIX y, sin embargo, tan apasionante como en el momento de su escritura. De ahí la pertinencia de esa pregunta sobre si todavía es posible escribir así, sobre lo que hace a Melville un coloso literario. Pocas veces una reflexión sobre el arte de la escritura, sobre el oficio de la ficción, resulta tan fascinante. Este encuentro entre dos autores de una misma generación, suerte de summa melvilliana en pequeño formato, viene a justificarlo de la mejor manera posible. Dejando que sea la ficción, el juego de ilusiones, la que rellene los huecos que una carta entre escritores dejó sin acabar.
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