Eisejuaz, de Sara Gallardo (Malas tierras) | por Óscar Brox
Tras Enero, la primera novela de Sara Gallardo que publicó Malas tierras, Eisejuaz nos sumerge de nuevo en el mundo rural. Fronterizo. Marginal. Aquí no existe el Edén, la Arcadia o la patria, más allá de la etnia wichí que vive entre Salta y El Chaco, a la que Gallardo visitó para uno de sus reportajes periodísticos. Wichí o Mataco, se trata de un grupo humano arrinconado en el Norte del país, en un espacio vital en el que cada hombre es su propia frontera, desgajado de una sociedad que ni los entiende ni, tampoco, los reconoce -eso no sucedería hasta 2011, cuando las autoridades argentinas trataron de subsanar ese error histórico. De ahí, precisamente, ese lenguaje gramaticalmente alterado, fascinante y desconcertante, con el que Gallardo nos conduce por las peripecias de Eisejuaz, este también. De ahí, también, el deambular de su protagonista por un mundo en descomposición, partido entre señores e indios, en el que el trabajo de los capataces y caciques en las misiones, la sociedad que se extiende sin freno alguno, solo hace que hundir poco a poco a un grupo de personas condenados a la violencia y el desarraigo.
Así, Gallardo nos sumerge desde el principio en las palabras de Eisejuaz. En las memorias, de su mujer muerta y de esa otra hermana, Mauricia, que parece un mal recuerdo de aquella; en el desarraigo, que recorre cada una de sus reflexiones con la misma violencia con la que se expresa; o en la epifanía religiosa, que transforma a Lisandro Vega en Eisejuaz, acompañando a esa transición con todo un arsenal de hierofanías. Gallardo, sin embargo, no busca lo sacro, sino trasladar la potencia de todo ello. Del creyente y el acólito, de la liturgia y la santidad. Eso sí, a través de una religión adaptada a la mirada indígena, barbarizada por su protagonista hasta convertirla en su religión. En un diálogo demencial con Dios y su espíritu que solo revela la separación entre Lisandro y el resto del mundo, convertido en profeta de una tierra aislada al Norte de la nación. En un pobre y un loco, en un despojo y un peligro, que actúa como caja de resonancia para una comunidad aquejada de los mismos males.
La mayoría de personajes que pueblan la novela alimentan ese conflicto interno de su protagonista. Así, está el Paqui, con ese racismo brutal que coloca a Eisejuaz fuera de cualquier lugar, excluido de una sociedad a la que no puede pertenecer. Está, también, Doña Eulalia, con su vejez y decrepitud, que Gallardo lleva a lo físico, a unas palabras que capturan toda la decadencia y ese fin que ya se acerca. Está el Sacerdote, que ve en la transformación de Eisejuaz un insulto a la palabra de Dios y la amenaza de algo terrible en aquel que toma la experiencia religiosa a través de sus creencias personales, deformando todo el corpus cristiano desde su visión indígena. Está el ambiente degradado del aserradero o el hotel, esas cárceles que hieden a indio y a alcohol, las vidas arrasadas y los hombres perseguidos. Gallardo aúna la descripción periodística (o la precisión etnográfica) con un elaborado trabajo con el lenguaje, de manera que es siempre la mirada de su protagonista la que se impone sobre el paisaje, como una versión alucinada de aquellos desarrapados faulknerianos que describen con pelos y señales su visión del costumbrismo mientras agonizan.
Ya en Enero hablamos de esa vida de servidumbre y carencias, a expensas de los designios de los demás. De una vida que se vive hacia dentro, en las palabras de conmiseración, que Gallardo oponía a la imagen presuntamente idílica del mundo rural. En Eisejuaz, sin embargo, todo es más violento, más visceral y arriesgado. Sin abandonar la vida interior de su protagonista, prácticamente la autora la hace explotar en cada uno de los capítulos, convirtiendo cada paso de Eisejuaz en un golpe tras otro contra la sociedad que se ha empeñado en triturar a los pequeños colectivos que hacen su vida al margen. Fuera de los tentáculos de la patria, de una identidad global o de un tiempo que, si se puede decir así, avanza sin casi afectarles. De ahí que en esta novela el personaje sea su entorno, las visiones religiosas sus palabras y el declive y la decadencia su espacio vital. El lugar en el que señores e indios bregan por esa pizca de reconocimiento que el mensaje religioso de Eisejuaz trata de restaurar a su manera, como un evangelio indígena con su propio Dios y sus nuevas mitologías. Porque pocas veces un lugar, unas coordenadas geográficas, han palpitado tanto como en la obra de Gallardo. Tanto que consiguen que su particularísimo empleo del lenguaje nos sitúe en el epicentro de esa excepción cultural. En el drama de un pueblo que agoniza entre caciques y montañas, entre lo espiritual y lo inmanente.
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