El celo, de Sabina Urraca (Alfaguara) | por Gema Monlleó

Sabina Urraca | El celo

“…Cuando abrí 
los ojos, vi dos tulipanes separándose
uno del otro en cada extremo del viejo
jarrón con la gruta excavada en una colina
y una persona en ella bajo tierra,
orando, mi imaginario pastor en un inexistente paraíso”
El salto del ciervo, Sharon Olds 

La Humana. La Perra. La Abuela. La Madre. Los personajes de la escritora y editora Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) en El celo, su tercera novela tras la premiada Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017) y Soñó con la chica que robaba un caballo (Lengua de trapo, 2021), no tienen nombre, no tienen nombre propio. Tienen el nombre con el que se las denomina de la forma más aséptica posible, por la definición primera (ella, la protagonista, una mujer, una humana, la Humana; ella, un animal, una perra, la Perra) o por la filiación. El nombre, los nombres, los no-nombres, muestran con su ausencia el territorio de la novela, un espacio habitado por seres que, en su subjetividad o a través de la mirada del otro, no sienten tener la suficiente “entidad” como para merecer(se) un nombre que los designe, especialmente las dos protagonistas: la Humana, recién huida de una relación de maltrato vida (“a los veintiséis era un pilar bien firme de hormigón y ahora es sólo un charco”), y la Perra, una perra añosa y vagabunda que sigue a la Humana y la escoge como dueña. 

Urraca, como la Perra, sigue a la Humana en una narración en tercera persona en la que el único punto de vista es el de ella, tanto para la acción presente como para los flashbacks del pasado. En estos tienen especial importancia los momentos de la infancia y adolescencia pasados en Las Aguas 3 (“ese pueblo interior, reseco, con nombre de empresa constructora”), junto a Milagros (La Rioja), donde emerge el personaje de la Abuela, una abuela más madre que abuela, una abuela cuyo legado (murió hace unos años) es la transmisión oral, los cuentos, las leyendas, la vida tamizada por la fantasía, a veces tétrica, siempre mágica. Una abuela que la Humana añora a la par que la desea como espejo por la fortaleza que la sostenía (en un claro homenaje de la autora a las abuelas de entonces).  

El qué, en El celo, es la identidad. La identidad de una niña en construcción, de una adolescente que flirtea con el mundo mientras descubre su cuerpo (y en su cuerpo la curiosidad, el deseo, la Fuerza -y no, no explico más sobre la Fuerza, sólo aclaro que no es sobrenatural sino “autoinducida”-), una identidad desplazada que siente más su ser cuando está en casa de los abuelos que en la isla donde vive con su madre, una madre siempre más pendiente de sí que de la vida a la que dio vida. Y la identidad de una mujer, de una publicista de éxito, de una joven sin complejos que tropieza con un vampiro. Él, el hombre, el saqueador de cuerpos y raptor de almas, tiene nombre: Daniel. Y Daniel despliega una seducción amable, cautivadora, aparentemente serena, cómplice, que gana terreno con pruebas de amor y halagos hasta conseguir el abandono de una existencia de la que ella, la Humana, es la dueña (“la fragancia intoxicante de un amor”). Con la mudanza al campo, con el aislamiento, con el ego inflado de él, todo cambia, o tal vez no, tal vez no cambia, sino que lo oculto se visibiliza (“estar con Daniel era como ir siempre un poco abducida (…) Como perder la virginidad mil veces, desaparecer todo el tiempo”). Y ella se pierde (“la Humana hacía esfuerzos por verse a sí misma como un animal caprichoso que al fin ha encontrado un domador a su altura”), se pierde en las arenas movedizas del desconocimiento, se pierde en la incomprensión de sí misma (“ya la había hecho sentir diminuta, fea y asquerosa”). Adiós identidad, adiós a quien fue, adiós a la autoestima, adiós a la seguridad, adiós a la Fuerza (de nuevo la Fuerza, “cuerpo desvalijado”). Adiós al ser y al cuerpo (“es un vehículo que la transporta a sitios, que traiciona, se desmaya y duele. Nada más que eso”), adiós a la mujer. ¡Hola!, niña feral: “niña feral con escamas piernas de cabra tetas supurantes pies con campo enterrado bajo la piel”.  

El qué se nos revela de a poquito, primero las consecuencias y después el origen de las mismas. La Humana está en un hoy en el que ha regresado a la ciudad y se siente nadie, “un trapo mojado en agua caliente”. Una mujer-nadie que somatiza su dolor (“heridas hechas de a poquito, carne que crece desde dentro contando una historia”), su mal, su casi-no-ser, en “temblores, mastitis de repetición, ansiedad, hematomas espontáneos”. No trabaja (“está en la vida, pero no la ejerce”), no socializa (“ya no tiene fuerzas para el juego del mundo”), no recurre a una familia en la que ya sólo hay una madre lejana (polisémicamente lejana), y sólo quiere olvidar las vejaciones de un Daniel que ya no es Daniel sino El Predicador (esa es su primera venganza inconsciente, el hurto del nombre), sólo quiere paliar su incapacidad para interactuar con un mudo que percibe agresivo en la dormidera de los ansiolíticos (ahí otro tema en la novela: ¿qué nos pasa cuando no podemos con el mundo?, ¿qué nos ofrece “el sistema” como palanca de recuperación?, ¿únicamente química? “siente que el precipicio entre lo que le ha pasado y lo que el mundo le responde es un barranco sin fondo”). Y ahí, en ese momento vital, en ese “despiece” del ser, aparece la Perra: vieja, temblorosa, de pelo quemado por la intemperie. Y la Perra sigue a la Humana (“cada una olisquea el miedo por su cuenta”). Y la Perra demanda a la Humana. Y ella se deja como quien acepta lo inevitable, pero sin entregarse (“un talismán de orejas mordidas para acompañarse mutuamente hasta el final, muy próximo”). Y por eso no le da un nombre (“no tiene sentido ponerle nombre a nada. Le parece absurda cualquier proyección de futuro”). Y por eso no la acaricia. Y por eso en su piso-cueva los dos cuerpos conviven desde el casi aislamiento (“es imposible existir en ese sobresalto constante que agarra la menor señal y se la bebe con sed paranoide”). Y por eso la Humana, buscando sanarse de la domesticación a la que el Predicador la sometió, se niega a dar nombre a la Perra, a ejercer el primer acto de domesticación con ella (“si ella no tuviese nombre tampoco se pondría ninguno”). 

Humana y Perra, hembrunas. Animalidad humana y humanidad perruna. Y llega el celo. Y el celo sólo es de una. Y el deseo animal parece interrogar al deseo humano, a la falta del deseo humano. Porque la Humana ya no desea (“ahora su organismo es un pozo tapiado”), ya no desea sexo (“el deseo era un miembro fantasma”), ya no desea caricias que se tornen sumisión, quiere olvidar aquel dejarse hacer y “que termine ya” de su ayer en el campo (“entregando su cuerpo al Predicador como quien abre la boca en el dentista y no la cierra aunque le duelan las comisuras, empezó a entender el papel del follado como humillado, el acto sexual como vejación, el te han jodido pero bien”), ya no desea tampoco aquella desinhibición entre lenguas de hombre o mujer de hace un año o dos que valen por mil o dos mil años. Y la perra mancha, cerca, lame, olisquea, se frota, babea, esparce feromonas, rabia por empalarse y multiplicarse. Y el cuerpo de la Humana es cuerpo contenedor de heridas y miedos y palabras malditas, cuerpo que supura un dolor que todo lo tinta y que anulando el deseo quiere anular al propio cuerpo. Cuerpo tirante, trepanado, destruido. Cuerpo-jaula como (auto)castigo al cuerpo-pulsión del pasado. 

Y en la identidad, la memoria. La genealogía. El linaje. La Madre, la sangre sin más (“esa mujer a la que quiere y a la que al mismo tiempo quiere sobreponerse”), la mujer que reina sobre un pasado apenas esbozado, feliz en el festival de su jubilación, liberada por fin de ataduras y responsabilidades, asalvajada y desdomesticada, que no ¿puede/quiere? empatizar con su hija (“Es que. Hija. Pareces tonta”). La Abuela, las narraciones del pasado, “acuéstate y te digo un cuento”, la herencia secular, “dicho y hecho el grande trueno / estalló en la paja seca”, la peregrinación a la ermita de San Juan Silenciero, el castillo que arde con la princesa dentro en el cuento, “¡que viene la Urción!”, el mini feto muerto y la ceniza, el agujero-hueco-bache en la cabeza, los secretos intramuros familiares. Y en la memoria también la desmemoria, la Abuela cuando empieza a no ser ella, a desconocer (“¿quién es esa mujer, Miguel? ¿quién es?”), a ser sólo cuerpo (“una mujer que se había acabado y seguía viva”). Y el deseo de desmemoria en la Humana, la fosa en la que sepultar el miedo, el sudor, la sangre, la tierra en los pies, el bulto informe en la toalla, la niebla, las voces del pasado (“al principio de vivir allí había soñado que los animales se la disputaban, peleando por probar un bocado de su cuerpo. En los últimos meses soñaba que la olisqueaban y la dejaban abandonada como a una piel de naranja”). La desmemoria, ¿la liberación?.  

Y en la identidad, en la búsqueda y recuperación (reparación) de la identidad, la tribu. La del grupo de mujeres del Programa Escucha, al que llega siguiendo las baldosas amarillas de las recetas de ansiolíticos, una manada de animales heridos con la que compartir tragedias y en la que todas exhiben el fútil deseo de sufrir la más grande de todas con su malaje (“hablan estableciendo escalas de desgracia, sintiéndose cada una, con orgullo de Virgen dolorosa, en los escalones más embarrados. Al menos ganar en algo. Al menos ganar en fango”). Y la Humana es silencio mientras las otras bailan la coreografía del mal: golpes, acosos, violaciones, arañazos, “el mío también lloraba” (“ese pronombre, cuerdita irrompible”), domesticación, cuerpos trepanados, acorralados, debilitados, destruidos, “si me dejas me muero”… Y ahí, a través del grupo, donde las princesas amoratadas (“un grito es un eructo del alma dolorida”), encuentra un clan, una familia no consanguínea, una camada escogida. Y ahí, con ellas, entre ellas, el desparpajo, el humor frente al drama, las borracheras narcóticas en entorno seguro (“flotar, el mayor tesoro”), la sororidad: “es raro el abrazo entre dos personas que hasta entonces sólo se han sostenido los cuerpos desmayados”. El grupo-cueva, con todas las aristas de la complejidad humana, nunca juzgado, ni siquiera cuando alguna de ellas corre una y otra vez (“el exnovio, invencible, susurrando el texto desde un pliegue del cerebro”), presa de la adicción al mal, a los brazos de su monstruo. 

En El celo resuenan la incomodidad de Sara Mesa (hay un hilo con Un amor, más allá de la presencia del perro) y de Ariana Harwicz, y apunta al gótico de Mariana Enríquez en las escenas del Predicador convertido en gurú (veo el deseo del Predicador por saltar a un cuento de la argentina pero se queda, y menos mal, Sabina, en caricatura patética). La Humana y la Perra me recuerdan, en su deambular por un apocalipsis vital, al Hombre y al Niño de La carretera (Cormac McCarthy), personajes también sin nombre y que transitan por un mundo destruido, y la presencia de las narraciones atávicas, con magia, determinismo y muerte, evocan en mi mente a Natalia García Freire (Trajiste contigo el viento), Fernanda García Lao (Sulfuro), Margarita García Robayo (La encomienda) o Layla Martínez (Carcoma).  

Urraca mezcla en la narración el texto de los hechos, los pensamientos-mantra-recuerdos en cursiva de la protagonista, los chats de foros de internet en los que la Humana busca respuesta a sus dudas (y que acentúan el aislamiento en que vive), los mails que recibe del Predicador (cuando el abuso se torna acoso), los wasaps de las compañeras del grupo de terapia, consiguiendo una mixtura estilística reflejo del modo contemporáneo de relacionarnos en una narración personal y subversiva, punzante y tensionada, que aboga por los matices y las contradicciones en sus personajes. 

Hay en El celo una exploración constante del deseo (animal, contenido, visceral), un rastreo de las trampas del amor romántico, la identificación de distintas formas de abuso (aquel director de cine, aquel profesor del instituto demasiado enrollado), un catálogo de dependencias afectivas (también las intrafamiliares, también), una indefectible tensión entre vida y violencia, animalidad y humanidad (¿hasta qué punto es preciso domesticar la animalidad humana?), el poder redentor de la amistad-compañía-sostén entre pares (y aquí recuerdo la red de las criaturas del bosque de La mala costumbre de Alana S. Potero), la dificultad para asumir, verbalizar y sanar los traumas íntimos que nunca son sólo uno (“soltar todo lo que circunda y fue germen”) sino una cadena de la que es difícil ver el comienzo, la evidencia del poder telúrico de lo no-nombrado, y una experiencia de la violencia machista, sin condescendencia, sin dogmatismo, sin maniqueísmo, no sólo como maltrato sino también como maldición de la que exorcizarse.  

Urraca grita, susurra y calla en El celo. Urraca sortea lo fácil y se adentra en lo complejo reivindicando la palabra. Urraca observa y cuenta y transcribe cual médium desde dentro de. Urraca depura y disecciona y destila. Urraca se (nos) sumerge en lo oscuro y (nos) incomoda con una literatura epifánica no sólo para la Humana y la Perra sino también para nosotros, los lectores. 


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