Sopa de miso, de Ryu Murakami (Malas Tierras) Traducción de Jaime Montes | por Óscar Brox
La obra de Ryu Murakami ha asomado de tanto en tanto por el mundo editorial español; casi siempre, como un extraño cortocircuito en la imagen que tenemos del Japón contemporáneo. Es decir: como una crítica hacia esa nación que vivió un crecimiento brutal durante décadas hasta que, ya en plenos 90, estalló la burbuja financiera y todo se estancó. El gigante asiático, de pronto, quedó atrapado entre el vértigo de sus saltos tecnológicos, siempre con un ojo puesto en la cultura estadounidense, y una juventud con la brújula vital estropeada; entregada a la abulia y la desazón. Esos sentimientos, en fin, que con el paso de una generación a otra se han extendido como si se tratase de un mantra universal.
El punto de partida de Sopa de miso nos sitúa en la víspera de la Navidad en Tokio. Kenji, el protagonista, trabaja como guía para extranjeros por el submundo de prostíbulos y Love Hotels de la ciudad. Quizá lo primero que sorprende es encontrar a un narrador que, pese a haber rebasado hace nada la última etapa de la adolescencia, suena casi como un adulto. Con demasiadas dobleces morales, acostumbrado a la cara fea de la ciudad, a cierto espíritu degradado que se camufla a través de la necesidad constante de dinero. Aunque tenerlo no te permita salir adelante o cambiar el rumbo de tu vida. He ahí la paradoja. Solo permanecer anclado al mismo lugar.
Kenji guía al turista Frank a través de los barrios de Tokio sin saber hasta qué punto busca sexo, compañía o compasión. De hecho, Murakami juega deliberadamente a dibujar a Frank como todo aquello que no es, consiguiendo así despistar a un lector que apenas puede identificarlo: es el mal, un monstruo, un pobre diablo o, precisamente, todo aquello que funciona fatal en la cultura americana preparado para explotarle en la cara a su protagonista. El argumento de la novela es sencillo: a medida que Kenji se relaciona con Frank empieza a sospechar que su cliente es en verdad un asesino que ha comenzado una escalada de homicidios en Tokio. Sin embargo, esa tensión tan propia de un thriller no es, se podría decir, lo que más le interesa a su autor. En su lugar prefiere describir a Frank como alguien que expone los vicios y los errores de sus compatriotas. El culto absurdo al dinero, la imitación repelente de unos estereotipo de cartón piedra, el alcoholismo y el sexo como válvula de escape de una decadencia social a la que nadie sabe hacer frente. No son pocas las páginas atiborradas de pequeñas reflexiones que hunden el dedo en la llaga de Japón: cómo sus adolescentes se prostituyen casi por indiferencia, ni se sabe si es cosa del dinero, de favorecer otra posición social o de buscar el extremo para salir de ese horror cotidiano.
Y, precisamente, Sopa de miso es eso: una brillante exploración del horror cotidiano. Cuando Frank muestra su verdadera naturaleza, Murakami abraza lo grotesco hasta un punto decididamente delirante. En todo momento, el autor parece indicarnos que está jugando con todos los clichés y situaciones que, propios o heredados, han conducido a esa situación a la juventud japonesa. La violencia desaforada avanza, por ejemplo, las imágenes y motivos que en una década popularizarán cineastas como Takashi Miike o Sion Sono; y casi lo mismo se puede decir del uso de la pornografía y el sexo, tan estériles que en vez de hablar de deseo lo hacen de la desesperación.
Tal vez por eso, aún contraste más la decisión de un Kenji que elige acompañar hasta el final a Frank en su viaje por el submundo de Tokio en vez de entregarlo a la policía. Resulta lógico, al fin y al cabo, que escoja llegar hasta el extremo porque, posiblemente, sea la única forma de volver a sentir algo. Algo real. Como ese sentimiento de inocencia que se empeña en atribuir a Jun, su novia, más que una figura auténtica una salida de emergencia para esa vida. Por eso, también, que Frank hable de él siempre como si fuese su amigo. Con ese paternalismo con el que se ha forjado el intercambio cultural entre Japón y Norteamérica y que, en manos de Murakami, se convierte en una farsa atroz. Brutal. Devastadora.
Sopa de miso debería entenderse como una reflexión a propósito de la imagen que la juventud se construyó de sí misma; o como el espejo deformante en el que se miraba la juventud. El estilo de Murakami combina ese estado continuo de euforia con la mirada reposada, acaso decepcionada, del autor absolutamente consciente de la debacle emocional que está viviendo su nación. Las pinceladas pop, así como el uso de la violencia y el sexo, son carnaza para un lector que necesita experimentar ese zambombazo, reconocerse en la imagen deformada que le devuelve el espejo. Y la novela, que se lee a toda velocidad, con ese ritmo febril con el que una noche da paso a la siguiente, se sirve de la habilidad narrativa del autor de Azul casi transparente para colocarnos en el epicentro de la pesadilla: en el más desesperado de los tiempos, con el más desesperado de los monstruos.