Sagrado y desagrado, de Rubén Martín Giráldez (Malas tierras) | por Óscar Brox

Rubén Martín Giráldez | Sagrado y desagrado

Con los textos de Rubén Martín Giráldez siempre se da la tentación de hablar de artefacto. De perderse en sus infinitos retruécanos y en ese gusto con el que tuerce y retuerce el castellano. Y, también, a la alta y a la baja cultura, que bailan bien agarradas en cada párrafo al ritmo enloquecido que les marca su autor. Artefacto y experimento, hasta qué punto el lenguaje es lo suficientemente elástico como para jugar con todos sus recursos, mezclarlos y remezclarlos y ver qué sucede en la página. Algo así (creo) dije a propósito de Magistral. Otro tanto, aplicado a la tarea de traducción, debí decir de El fill del corrector. Y, sin embargo, tras leer Sagrado y desagrado encuentro una secuencia más o menos lógica; un camino que muestra las preocupaciones e inquietudes de la escritura de Martín Giráldez: qué se puede hacer con un texto, con unas palabras, cómo se trasladan unas ideas y hasta qué punto se puede bregar con un lenguaje, en sí mismo, torrencial. Tan potente, tan poderoso, que cualquiera diría que los párrafos están escritos con dinamita.

En este sentido, Sagrado y desagrado podría ser algo así como la escritura de Martín Giráldez acercándose al territorio de la novela. O de la idea de una novela. Con unos personajes, un esqueleto, una forma y hasta una fórmula. Bocú, Rañé y Blancmange. Tres voces, más o menos, y una enemistad expuesta de tantas maneras que podría causar el colapso lector. Reproches, violencia y lo elevado convertido en puro grotesco. Tengo la tentación de señalar que Sagrado y desagrado funciona como esas obras de teatro que exponen al espectador su puesta en escena. Enseñan en todo momento, pero no por ello dejan de ocultar elementos. En el caso de esta novela, más que exponer lo que hace es colocar los rasgos propios de la novela al borde del precipicio, sustraer una cosa aquí o añadir una cosa de más allá, y comprobar si todavía funciona. Si suena bien o la historia se ha ido por los cerros del neobarroco. No está de más añadir que en Sagrado y desagrado todo tiene su importancia, y por todo me refiero hasta a los pelos de la barba y sus numerosísimas reflexiones.

La tentativa de representar a Blancmange, de dar fe y testimonio de un odio colosal, absorbe parte del esfuerzo literario del libro. Cómo explicarlo sin hacer referencia a otra cosa… Uno diría que en ese ejercicio de imaginar al enemigo Martín Giráldez lo da absolutamente todo. Navega por las aguas turbulentas de los palabristas y le sigue la corriente al barroco literario. Mezcla lo erudito con vulgar, lo culto con lo absurdo, lleva la rima y los juegos hasta el paroxismo, inventa voces y cuerpos, disfraces y alocadas historias de rencores y clases. Y se podría decir que ni siquiera se mueve del mismo punto, como si en todo momento nos indicase que tan solo se ha estrujado un poco el cerebro para tratar de llegar a ese punto omega en el que las réplicas de sus personajes no dan más de sí. Ya está, ya se han agotado. No se puede añadir otra cosa. Terminó el vituperio, el chiste y el escarnio, la chanza, la mofa y la befa. No hay chambelanes ni sirvientes ni queda nadie más para prestar la vista o el oído a una historia que, no por alocada, resulta menos incómoda.

Mirad, parece que quiere hablar… Una pequeña broma en una lectura que no da tregua ya sea la forma que elija. Da igual si es un diálogo (o algo parecido), un relato, una reflexión o una meditación, las cartas puestas sobre la mesa o las palabras sacadas de quicio. Y, sin embargo, qué habilidad la de Martín Giráldez para no resultar cerebral, para conservar el gracejo y la rima, el maridaje de palabros y ese sano gusto por meterle el dedo en el ojo al lenguaje, la academia y lo que sea que huela a canon, rigidez formal o costumbre. Lo que decía: uno se lo pasa de maravilla observando cómo el autor viste y desviste al texto, lo traviste y lo reviste de cuantas cosas se le pasan por la cabeza. Y, de paso, lo convierte en un ejercicio no tanto de estilo como lúdico. Porque realmente divierte leer sus cuitas y sus tonterías, las rabietas y las puñaladas traperas. Los personajes tan caricaturescos que poseen el dinamismo de un cartoon en su endiablado encadenamiento de réplicas, pensamientos y palabras. La contraportada del libro habla de tablao vivant y no se me ocurre una expresión más afortunada: siempre divertido, siempre inquietante, el estilo de Martín Giráldez trabaja con el filo de las palabras, con todas las posibilidades de expresión de un lenguaje más elástico que Reed Richards. Un obús disparado contra las buenas costumbres de la novela. Un texto que fantasea, en fin, con llegar a serlo. Una alegría lectora al reencontrar a un autor que siempre va un paso más allá. Hacia la sorpresa, la estupefacción y lo grotesco, redimensionando sus textos sin miedo a abrazar el ridículo o a abalanzarse sobre la página en blanco con una voracidad caníbal. Un milagro de tablao vivant.


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