Pinocho en Venecia, de Robert Coover (Pálido fuego) Traducción de José Luis Amores | por Óscar Brox
A lo largo de su carrera literaria, Robert Coover se ha transformado en Buster Keaton (o en un proyeccionista enamorado del slapstick), en el fantasma del tío Sam o en un vaquero forajido de la época de los pioneros. Rostros, todos ellos, de una identidad cultural deslustrada. O de un país prisionero de su furor capitalista, que recorre como una exhalación su propia Historia, prematuramente avejentada por la cantidad de cambios que ha vivido en menos de un siglo. De hecho, no hay mejor metáfora para entender ese diagnóstico que el cowboy que protagoniza Ciudad fantasma, un niño con el rostro de un adulto cuarteado por el sol. En definitiva, ese estallido de escepticismo en relación a los elementos con los que se construye una identidad cultural. Pinocho en Venecia camina por una línea familiar en su obra, al convertir a esa figura de la literatura infantil en un anciano profesor emérito de regreso a Venecia en busca de las raíces maternas. En alguien que, como el personaje de la anterior novela, nos pregunta qué queda después de una vida de aventuras.
El profesor Pinenut es, en manos de Coover, una versión bufa del Gustav Aschenbach de Mann, si bien en esta Venecia soñada no golpea el siroco o el cólera sino la nieve y el frío. Una figura débil, envejecida, casi sin fuerzas para llevar a cabo un tour por el país de los juguetes, en busca del hada azul. Agotada y castigada, extraviada en un escenario familiar que ya no es capaz de identificar. Sacudida cada vez que la crueldad típica de las fábulas la expone ante la evidencia: que por mucha carne que haya reunido en el cuerpo, la madera que se pudre y astilla a toda velocidad es su materia original. Que, como el León de San Marcos o la Madonna que se exhibirá durante el Carnaval, no es más que otra fantasmagoría que ha vivido demasiado tiempo fuera de su entorno natural. El residuo de una cultura en pleno ocaso. O la parodia de esa cultura.
Coover conjuga en su escritura lo coloquial y lo elevado, lo procaz y lo bello, cada giro y cada detalle. Se disfraza de Collodi para reescribir su obra maestra, concediendo a cada animal voz y sentido, actualizando la fábula y parodiándola sin piedad. Clásico y posmoderno, zafio y exigente, escéptico y nostálgico. Resulta imposible no trasladar la agonía de Pinocho en busca de la añorada Bluebell a la propia cuestión literaria. A la falta de entusiasmo, de sustento, con la que la cultura ha tomado su madurez. De hecho, hay en esa concatenación de episodios en los que Pinocho es ridiculizado una y otra vez, como una sucesión de gags en una comedia, un miedo latente. Pánico al horror vacui. Como si el anciano Pinenut tuviese que caminar en círculos por la fría Venecia, constantemente engañado por la zorra y el gato, para así evitar caer en su inminente final. En la ansiedad que produce, en el estallido escéptico que provoca cuando su protagonista se pregunta qué va a ser de él. Qué queda de esa figura de fábula infantil vampirizada por la industria, la guerra, Disney, el porno y la política. ¿Cómo se pueden volver a escribir las aventuras de Pinocho en un mundo absorbido por la posmodernidad? En el que Gepetto es un anciano irascible y borracho de grapa, el hada azul una universitaria yanqui que cada dos por tres enseña sus grandes pechos y las marionetas del país de los juguetes forman una improbable banda de punk vegetal.
En cierto modo, a Coover le sucede lo mismo que a Fellini cando vertió al cine las memorias de Casanova. Incapaz de adaptar un tiempo que en rigor había desaparecido, se vio en la obligación de inventar hallazgos estéticos como aquel bellísimo mar de plástico para poner en escena la imagen de una Venecia agotada. A un Casanova grotesco, viejo repugnante que vagaba de un escenario a otro intentando embaucar a sus interlocutores con las hazañas del pasado. Cada hallazgo estético, cada animal parlante al que recluta para lamer las heridas del anciano profesor -y en verdad es bellísimo ese pasaje protagonizado por Alidoro y Melampetta-, cada aventura vivida en esa Venecia invernal, responde a la forma que emplea Coover para recuperar (o preguntarse si al menos es posible) un lugar perdido. El espíritu de la fábula, los diálogos, el dialecto, los giros, la cultura autóctona, el sentido moral y la visión del mundo que ofrecían. Todo ello con el fin de retrasar el instante fatal, ese momento en el que el niño viejo, medio dormido en el regazo del hada azul, descubre que nunca ha dejado de ser un trozo de fina madera bajo el anhelo de alcanzar algún día la condición humana. O un relato que forzosamente quedará atrapado, tal vez olvidado, en las páginas de un libro.
Que nadie se lleve a engaño, Pinocho en Venecia es un libro extraordinario. Leyéndolo, uno tiene la sensación de que a Robert Coover le preocupa el ensimismamiento creativo con el que se reviste a la posmodernidad. La sensación de que lo importante no es tanto seguir creando como dirimir nuestra relación con lo creado. Su duración. Su permanencia y su legado cultural. Por eso no resulta descabellado asumir que, en esta ocasión, Coover ha elegido disfrazarse de Carlo Collodi. Ocultarse bajo la piel de un fabulador, actualizar las aventuras de aquel niño de madera y preguntarse qué queda de todo ello, cuánto puede dar de sí esa vieja forma literaria, qué certeza descansa en la literatura. En otras palabras, ¿de qué hablamos cuando hablamos de los clásicos? La lenta agonía de Pinocho, tan preciosa y perfecta en la multitud de anécdotas y personajes que Coover dispone a su alrededor, es como aquel lejano oeste de Ciudad fantasma o el programa de Sesión de cine. Una gigantesca alegoría de esa cultura siempre amenazada por la nostalgia o la vacuidad (o el capitalismo y su bastardo proceso de aculturación), que tiene en esta actualización su mayor y mejor elogio. La certeza que se resiste a capitular en las páginas de un libro.
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