Flores azules, de Raymond Queneau (Seix Barral) Traducción de Manuel Serrat Crespo | por Juan Jiménez García

Louis-Ferdinand Céline | Guerra

Cidrolin sueña con un señor que está unos siglos atrás. Tumbado en su barcaza, ahí, en el río, sueña con un señor feudal que tiene un caballo que habla, que es duque, el duque d’Auge, que tiene pensamientos de duque medieval y un escudero, un escudero que también tiene un caballo que habla, y ahí van, de un sueño a otro, filosofando sobre el sentido de la vida, cuando la vida valía bien poco y uno se escandalizaba, sin razón, por unos cuantos niños merendados. Cidrolin, en sí mismo, no tiene mucho que contar. Lo único que le habla, es su hija, la tercera, que no tardará en irse con un tipo como otro cualquiera. Y entonces se tiene que buscar a alguien, alguien que le prepare algo de comer y limpie, y de paso salvar un alma del infierno, porque el infierno es algo que está en todas partes, no como él, que solo está en esa barcaza inmóvil. Aunque es cierto que tiene sus distracciones (campistas, vigilantes y gentes varias y raras, algún que otro fulano) e incluso preocupaciones, las invariables pintadas nocturnas en su valla que le reprochan asuntos superados del pasado y le hacen pintarla de blanco una y otra vez. Y lo dicho: duerme y sueña con ese duque, su escudero, su caballo parlanchín y otro más callado, a riesgo de acabar ardiendo en cualquier hoguera antibrujeril. El duque d’Auge, todo hay que decirlo, tiene un carácter imposible y una afición a hacer lo que le sale de las narices o algún que otro órgano.  Además, no se está quieto. Ni él, ni el tiempo. Porque, de un día para otro, va saltando y superando años y siglos, sin que le preocupe especialmente, porque la vida es igual en todas partes y en todo momento y uno evoluciona, pero no tanto, y en lo básico (y el duque d’Auge, como Cidrolin, son propensos a una vida campechana, con los justos y necesarios excesos), uno puede vivir en cualquier época si no se hace demasiadas preguntas, e incluso ser fiel a sí mismo. 

Recomencemos. Raymond Queneau es un escritor que sueña con un tipo que vive en una barcaza inmovilizada y que se llama Cidrolin. Ese Cidrolin sueña con un duque, el duque d’Auge, el duque d’Auge que tiene un caballo que… La escritura es el sueño de una cosa. De una palabrería que fluye, que abraza el mundo, que se añade capa a capa, y que capa a capa lo desmonta. Las palabras son la materia de la que estamos construidos, aquello que nos define. Escribir como se habla: así es la nueva tendencia en la literatura española. Peroquédemonios… Qué largo se está haciendo este siglo XXI. En Raymond Queneau el lenguaje es el fondo de la cuestión, aquello sobre la que se construye la novela. Ocultos, están, una y otra vez, pero no siempre, los andamiajes oulipanos. El gusto por el juego. El juego como interpretación de un mundo que necesita un lenguaje propio para poder ser, no entendido (¡qué pretencioso!), sino mostrado. La vida era así. ¿Y ahora qué? Esas flores azules crecen el terreno abonado de la narrativa de Queneau, un terreno trabajado durante toda una vida, desde Le chiendant (año 1933) hasta El vuelo de Ícaro (Flores azules, es su penúltima obra narrativa, año 1965). Treinta años de fulanos, palabras, lenguaje, humor, construcción, deconstrucción, juego, amor por las corrientes subterráneas y, también, por qué no decirlo, por una melancolía de metros perdidos, no vistos. Un mundo que se despide, que se aleja, que nos deja solos en una modernidad de digestión pesada. Porque Queneau amaba los puertos y las calles. Los barcos que vienen y van o ni vienen ni van, y los tipos que pueblan esas conexiones nerviosas de la gran ciudad. Y yo, que estoy aquí, años después y no recuerdo con qué sueño (pero es seguro que no con duques e igualmente seguro que más triste), amo las mismas cosas que él, por las mismas razones que él. Pienso que los inviernos son duros (ahora inexistentes) y aprecio la belleza de las flores de color azul. También creo que en la literatura como juego y como algo cercano a la felicidad. Como Zazie, envejezco. Y mientras tanto, sigo amando profundamente a Raymond Queneau y todos sus libros, leídos una y otra vez, nunca serán suficientes, pero si imprescindibles. Es decir, necesarios. 


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