Ewald Tragy, de Rainer Maria Rilke (Navona) Traducción de Miriam Dauster | por Juan Jiménez García
Qué fascinante juego de espejos… Espejos o sombras, sombras ligeramente deformes, como aquellos espejos de feria. Ewald Tragy es Rainer Maria Rilke, de eso no hay duda. Es su historia. Un relato de juventud, de esa juventud que busca la madurez. En este caso, la poesía. El escritor apenas tenía algo más de veinte años cuando lo escribió y su protagonista, también. Pero el libro no apareció hasta un año después de su muerte. Seguramente contra su voluntad. Pero ¿por qué? La respuesta quizás es demasiado sencilla. Quedó inconclusa y él debía ir demasiado deprisa, en otra cosa. Seguramente quedó inconclusa porque a esa edad todo está inconcluso, todo está por construirse, por hacer. O porque tampoco hay mucho que contar, por mucho que uno experimente cualquier cosa como un acto supremo. La juventud es el tiempo de los héroes enfrascados en heroicidades.
El acto heroico de Ewald Tragy es abandonar al padre. Huir del ambiente burgués en el que se flota tristemente, sobre aguas-tiempos grises. Él quiere ser poeta y eso solo se puede ser rompiendo los hilos invisibles que han tejido alrededor de él y le retienen. Le atontan dulcemente. Se marchará a Munich. Está decidido. Solo allí, lejos, podrá saber si su poesía vale algo. Solo allí, lejos, podrá saber si vale algo él mismo. Y perder. Perder algo importante para encontrar algo importante. El padre. Tras el abandono de la madre, el padre lo ha sido todo y lo sigue siendo. Tiene otros planes para él, como buen padre. No confía demasiado en que la literatura nos puede salvar de algo. Se marchará el próximo domingo.
Antes estará la última reunión, en la que nadie parece saber nada, pero no, todos los saben. Piensan que se arrepentirá, que su cabeza abandonará esas nubes y bajará hasta ellos. Arrepentido, será uno más de ellos. El joven Rilke escribe admirablemente. Su escritura coge el tono de atardeceres infinitos que preceden el sueño de una primavera. Tragy se despide de su infancia tardía y en la cabeza de Rilke el tiempo, la timidez de los gestos, la decisión de los pensamientos, se convierte en palabra.
En Munich se encontrará con la vida. La vida incómoda pero feliz. Cualquier cosa es un paso en ese camino hacia la poesía. Hasta lo más frágil, hasta lo más tonto. Una habitación destartalada será el palacio de algo por el simple motivo de contener un escritorio abandonado. En una edad necesitada de señales, cualquier cosa es el símbolo de algo. Cualquier encuentro, decisivo. Tragy se encontrará con dos poetas. El indolente Kranz y el misterioso Thalmann. Kranz será un amigo con el que compartir sueños o tiempos muertos, con el que frecuentar cafés. Thalmann es algo más. Pobre de solemnidad, es lo inalcanzable. Kranz es el tiempo muerto compartido, las esperanzas, la ilusión. Thalmann es la escritura.
Ewald Tragy puede ser un texto de juventud, inacabado y olvidado por su propio autor, pero no es un texto menor, porque nada en Rilke es menor. Su fuerza, los momentos de estremecedora belleza, están ahí. Momentos líquidos que corren por nuestras manos, escritura fresca, libre. La búsqueda de una razón de ser.