Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke (Sexto Piso) Versión de Juan Rulfo | por Juan Jiménez García

Rainer Maria Rilke | Elegías de Duino

A estas alturas poco podemos añadir a las Elegías de Duino, más allá de una historia personal de la poesía. Se ha escrito mucho sobre ellas, ha escrito incluso el propio Rilke (aunque como decía José María Valverde, tal vez el autor sea el que menos entiende su obra, dado que es el único que no tiene la condición de lector), las elegías son una de las obras más importantes de la poesía universal. En una obra tan abierta a interpretaciones, fuera de los lugares comunes y visibles, cada uno tiene su lectura y algunos, quizás, solo un puñado de sensaciones y sonoridades varias en la cabeza. En un libro que fue escrito a lo largo de más de diez años (en contraste con los Sonetos a Orfeo, escritos inmediatamente después en una veintena de días), nada hay establecido, inmutable.

Sin embargo, en esta edición de Sexto Piso hay dos autores y ningún traductor. O quizás sería mejor decir que estos se desvanecen para dejar un lugar a ese segundo escritor: Juan Rulfo. En un caso digno de cuento borgiano, el escritor mexicano cogió la traducción de Gonzalo Torrente Ballester y de Mechthild von Hesse Podewils, la versión de Juan José Domenchina y se dedicó a hacer suyos, por medio de la reescritura, los poemas de Rainer Maria Rilke. Hasta qué punto es justa esta apropiación es algo que solo se puede juzgar con su lectura y su lectura nos dice que hay algo brillante en el gesto y también en el resultado.

Las Elegías de Duino (llamadas así por el lugar en el que fueron principalmente escritas) son una conversación con los ángeles (que poco tenían que ver con los ángeles del cristianismo), una conversación ya no entre lo visible y lo invisible (el hombre, el poeta), sino desde esos lugares. Atraído por el abismo hacia el que se dejaba caer el castillo de Duino, cercano a Trieste, los versos van hacia allá, para emprender un largo viaje en lo personal (Rilke, escritor viajero) y también en su sustancia íntima.

Tan cerca estaba ese vacío que Rilke, al acabar con ellas (y poco después con los Sonetos) a sus cuarenta y siete años, pensó que sus obras ya estaban completas. Ya en su primera elegía tenemos esos versos que son todo un canto general: la belleza no es sino el nacimiento de lo terrible. Y ese es tal vez el camino que recorren sus versos, a través del tiempo, de las palabras y el espacio de la página en blanco. Pensando que solo desde lo íntimo, desde lo invisible, se puede alcanzar la vida en toda su amplitud. Todo en un movimiento que no se detiene, como no se detiene el propio poeta.

Aunque su significado esté abierto a un infinito de interpretaciones, no podemos escapar de esa belleza antesala de lo terrible. Juan Rulfo debió pensar que más allá de buscar ese significado, una literalidad imposible o una traducción lo más fiel posible, debía andar en busca de una sensación, hasta el punto de crear otro libro, lleno de resonancias e inseparable de su propio ser. Llegar a ese utopía (por otro lado inevitable) en la que el escritor y el lector son una sola y el libro la suma de ambos. Un libro tan infinito como sus lectores. O su lecturas.


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