El desaliento, de Rafael García Maldonado (Anantes) | por Gema Monlleó

Rafael García Maldonado | El desaliento

”Era entonces la ocasión de pararme a recordar que, como mi padre solía decir, la finalidad de la vida no es otra sino la de aprestarse a estar mucho tiempo muerto” 

Mientras agonizo, William Faulkner
 

Los descubrimientos. 

No hay nada que me guste más que los descubrimientos. A veces los vislumbro y son sólo espejismos. Otras veces estallan felices ante mis ojos. 

Eso es lo que me ha sucedido con El desaliento de Rafael García Maldonado (Málaga, 1981). Pero este mi descubrimiento tiene fases. Fase 1: saber de la andadura editorial de Luz de Agosto (de la mano de Rafael). Fase 2: leer por primera vez a Onetti gracias a la hermosísima edición de Los adioses en Luz de Agosto. Fase 3: leer el epílogo de Rafael en Los adioses y admirarme por la precisión y la prosa. Fase 4: saber que Rafael iba a publicar una novela (la primera en mi desconocimiento de su carrera literaria). Fase 5: adentrarme en El desaliento y no dejar de exclamar “¡wowww!” ante lo que ya desde aquí denomino prosa mariasna (prosa digna del elogio del (mi) añorado Javier Marías). Fase 6: hola Rafael, voy a leer todos tus libros. 

Los descubrimientos. Anotados quedan. 

“No había hecho más que empezar lo que ni siquiera tiene nombre” 

El desaliento, la forma. 

En El desaliento él (Jacobo Benarroch, inspector de policía, “hijo empollón de un médico obeso de origen sefardí y una arruinada terrateniente diabética de la sierra de Cádiz”) habla con ella (una inspectora francesa de origen marroquí) y sitúa la acción desde el hoy del policía ya retirado, descreído y pesimista con el alma humana, en dos momentos del pasado: la resolución de su primer crimen y el caso (nunca resuelto aunque sí cerrado oficialmente) del que no ha podido desobsesionarse por más que hayan pasado veintinueve años y medio. Una suerte de metaficción en la que el tú no es el lector sino ella y, entonces sí, a través de ella nosotros. 

Como en El manuscrito encontrado en Zaragoza (Jan Potocki), La noche del oráculo (Paul Auster) o Continuidad de los parques (Julio Cortázar), hay una novela (o varias) dentro de la novela, una mise en abyme noir por la que deambulan corruptelas, trampas, engaños, fracasos, abusos, sangre y decepción. 

El desaliento, la trama. 

“Tú eras una niña, sí, una niña guapa y alta y morena que hubiese hecho las delicias de un rijoso y despiadado sultán petrolero coleccionista de virgos árabes, cuando a mí, que tenía unos treinta años, me llamaron desde las Cloacas del Estado con unas urgencias y nerviosismo malsanos, desasosegantes”. 

Sembia, país imaginario de África: Benarroch y Ranz, policías, llegan a la embajada española en Karad, para resolver unos asesinatos abyectos. Los muertos son Ignacio Hernando de Mendoza, blanco, cónsul e hijo de un ministro español (“el más querido por el presidente y el más odiado por el pueblo”) y Françoise Moreau, negro, funcionario de la embajada francesa. Ambos casados y con currículos y familias excelentes. Ambos, presuntamente, amantes. 

La escena del crimen es un carnaval de sangre francoespañola: los cadáveres acurrucados el uno junto al otro, desmembrados, con partes del cuerpo mezcladas y con un mensaje críptico: “habían colgado con sus propios vasos sanguíneos los riñones del hijo del ministro de un ventilador de techo de la habitación, a la manera de los dos pompones de una piñata”. 

El microcosmos de la seguridad del estado, la visión de la muerte entre la náusea y el temor, el noir envolviendo las escenas (“todo ese juego de miradas, silencios y angustias marcadas en el rostro de los hombres poderosos de la patria, sabiendo qué escondían, por qué ocultaban a la policía criminal buena parte de la información relativa a tan abominable homicidio”) y el deseo de resolución de los crímenes que nunca cristaliza. 

El desaliento, los personajes. 

“Aunque te esté hablando un hombre lleno de canas y cicatrices externas e internas yo sigo allí, petrificado, absurdo, todavía joven, buscando con desasosiego un rayo de esperanza en medio de la angustia más insoportable”. 

Benarroch, el inspector de policía Íntegro, honesto, riguroso (“para mí un muerto sigue siendo una persona, un no-ser con, no sé si me entiendes, ciertos derechos, a los que ni el color ambarino y fúnebre del rigor mortis ni la tristeza insoportable de las flores inútiles que adornarían su tumba restan un ápice de dignidad”); Ventura Ranz, de la Brigada de Investigación Criminal, sombra de Benarroch, el que vigila al vigilante, fumador, insomne, solitario; Adriana Ferlosio, embajadora  (“una mujer dura y guapa, de las que hacen temblar el suelo por el que pisan”); Martín Vilas, su marido casi albino (“una suerte de hombre de negocios sin negocio ni empresa conocida, un lobista, un aprovechado (…) que se deslizaba como una anguila por entre las aguas más putrefactas y rentables del orbe”); Leonardo Soria, espía del CESID, ¿trasunto de Paesa? (“personaje enigmático, turbio y a la vez muy listo”), admirado por Benarroch desde “mucho antes de que saltara a la fama por sus tratos con el ministro de marras, los misiles de los saudíes y lo perfecto de su galería de heterónimos”. Y Guillermo Garcés, mi preferido («tenía mucho carisma, y cultura, y bondad mezcladas con un gran atractivo personal, a pesar de la soledad ontológica -la melancolía- que lo arropaba como un halo de sombra»), el médico de una ONG, el que empuña la pistola de Chéjov, el que desata, sin saberlo, el nudo gordiano. 

El desaliento, las voces. 

A la trama, al casi monólogo de Benarroch, al parlamento final de la inspectora que le escucha entre obediente y admirada, al ejercicio de memoria, a la constatación de la vejez, al desencanto (“Estamos condenados a la angustia, a la frustración, porque es terrible la muerte, sí, pero mucho más lo es la eternidad”), se unen en un coro polifónico las voces que suman detalles y que nos ayudan a definir la(s) trama(s). Cayetana, Ventura, Juan, Guillermo, Demba. Sobre todo Demba, con su castellano-wolof, con su delirio (“la toole, la granja, la ferme” “yo dormido, no sabía donde estaba” “aquí y yo me duele roja orina susto” “no era la lengua mía, era más la suya” “un riñón” “Karad, embajada de” “aquí, aquí, aquí” “Karad, embajada, muerte, la granja, la ferme”). Voces, ecos, soliloquios, alegatos, aullidos. 

El desaliento, el resto. El desaliento, el estilo. 

El resto, más que la resolución de la trama, más que el thriller que avanza y se detiene en cada una de las interrupciones-digresiones en que Benarroch explica-recuerda-aclara-resuelve, el resto es el estilo de García Maldonado a través de la filosofía vital, del existencialismo schopenhaueriano, de la rendición hobbesiana a la manera del gran Thomas Bernhard: “No somos nada más que dos insignificantes espíritus a los que han dejado asomarse unos años a un planeta extraño y cruel en el que, paradójicamente, nos despertamos y pataleamos para no abandonar cuando la enfermedad o los años nos alcanzan”. 

Fraseo largo, exquisito gusto por la lengua, subordinadas que me remiten al adjetivo inicial mariasnismo, nihilismo faulkeriano (“todo es vanidad, decía el Eclesiastés, y yo creo que hoy en día todo es vanidad, locura, acelero, tristeza, capital y nihilismo”), rodeos y elipsis como las del propio narrador (“los rodeos y las elipsis, me temo, no son por necesidad, si no llego a ello, si me acerco y me voy, quizá sea porque no puedo hacer otra cosa para defenderme”), recursos al servicio del poso que persiste tras la lectura de la novela: el conflicto psicológico y ético de un policía que ante su propia tempestad moral (hola, Shakespeare, tú también estás aquí) se debate en el fracaso vital de quien, cuando no le dejaron ver, tal vez no quiso ver. 

Como puntos de una constelación la larga confesión (¿expiatoria?) de Benarroch y la polifonía del coro trágico que lo acompañan, conforman una realidad entre brumas en lo que a la trama se refiere y un espectacular goce lector ante el virtuosismo (nunca fallido, ni en las escenas casi gore ni en lo lírico) de García Maldonado. 

“No, no somos seres racionales, beldad mía, qué va, somos bestias revestidas de una fina capa de barniz con olor a razón, y cuando ese delgado revestimiento se daña por cualquier cosa -llámalo sexo, hambre, celos, dolor, dinero o poder- aparece el monstruo, que es como una suerte de genio de la lámpara pero con el color del diablo, un gólem hecho de vísceras y maldad que luego cuesta mucho meter dentro del candil de aceite de Aladino”.
 

Coda 1: Ante la imposibilidad de citarlos todos apunto que las menciones culturales explícitas van del cine a la literatura y de los heterónimos de los autores a los propios personajes (Blade Runner, Fernando Pessoa, El amor en los tiempos del cólera, Doce del patíbulo, la Recherche de Marcel Proust, Objetivo Birmania, Unamuno, el Poema de Gilgamesh…) 

Coda 2: Guillermo Garcés, el médico melancólico, mi personaje favorito, el alter ego de García Maldonado que ya aparece en relatos anteriores será, según él mismo autor me indica, el narrador de su próxima novela. Estaré muy-muy-muy atenta.


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