¿Quién se acuerda ya de Antonio Tabucchi? Y lo peor, ¿por qué le hemos olvidado? Escritor fugaz, tuvo su momento. Ese instante en el que una obra te pone en tu lugar, para luego pasar a ser ella y solo ella y quién sabe por cuánto. Y así Tabucchi fue Sostiene Pereira. Pero los noventa quedaron atrás, una década de una extraña riqueza que conviene revisitar, lejos de los deslumbramientos del nuevo milenio. Y en ellos se quedó Tabucchi, Pereira y hasta su adaptación cinematográfica, protagonizada por Marcello Mastroianni. Ahora Pierre-Henry Gomont lo recupera en formato novela gráfica, y aquella historia vuelve a tener algo de presente, como lo tenía entonces. Tal vez porque 1938 no está tan lejos. O tal vez porque Pereira sigue siendo aquel personaje necesario. Antonio Tabucchi era italiano, pero amaba profundamente Portugal. Traductor de Fernando Pessoa, no solo se transmite en su obra todo ese amor por un país sino también aquello que ellos conocen como saudade y que nosotros conocemos como melancolía, un sentimiento bien presente en esta obra.
Estamos, como decía, en 1938. La guerra civil española se aproxima a su final. Mussolini afianza su poder en Italia y Hitler ya es algo más que una amenaza. En Portugal está António de Oliveira Salazar, que ya lleva tiempo en el poder pero que ha instaurado lo que llaman el Estado Novo, con amplias influencias del fascismo, si acaso algo más dulce pero no menos peligroso. Partidario de Franco, Portugal no es ajeno a la situación en España. Pereira se ocupa de la sección de cultura del diario Lisboa, un diario nacionalista, como tantos otros. La sección de cultura no es que interese a mucha gente. Ni antes ni ahora. Allí publica traducciones de sus amados franceses, lo cual puede ser inocuo si se trata de Balzac, pero peligroso según la elección. Un día, descubre un texto sobre la muerte, escrito por un tal Francesco Montero Rossi. Es un joven sin ocupación alguna y le propone escribir necrológicas. De los vivos, por lo que pueda pasar. A través de ese joven y de su novia anarquista, Marta, la vida de Pereira empezará a tambalearse, como lo hace su propio corazón. En esos años terribles, en la espera de unos años aún más terribles, ¿puede seguir uno impasible, refugiado en un puñado de libros y una fotografía?
Pierre-Henry Gomont nos devuelve un Portugal otoñal porque otoñal lo es todo. El estado del mundo, en camino hacia un invierno de años, el estado de ánimo de Pereira, hacia el final de una vida en la que le asaltan las preguntas. Para Gomont, la conciencia son un montón de hombrecillos que nos asalta en cualquier momento. Los recuerdos, una fotografía que habla, hasta que ya no tiene nada más que contar. La ciudad, aquellos rincones que nos quedan. El campo, aquellos rincones que esperamos, fugaces. La noche, un instante. Fugaz. Su dibujo respira de ese mismo amor de Antonio Tabucchi por aquella patria perdida, que tiene poco que ver con fronteras y banderas y mucho con emociones, con sentimientos. Pereira poco creía saber de todo eso, pero si conoce el miedo, como cualquier animal, y lo que es vivir asustado, lleno de funestas intuiciones. La libertad está en cada uno, apenas un gesto. Decía Tadeusz Kantor, que él siempre había sido una persona libre, incluso con la ocupación alemana, incluso con el comunismo. Y, a ratos, uno empieza a comprender que significa eso.
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