La potencia de la palabra, la magnitud del monólogo como músculo dramático de un teatro del que no se sale indemne. Que hiere, ataca y conmueve al agarrarse a nuestras entrañas, apuntando hacia nuestros rincones más íntimos para describir las fatigas y las frustraciones. Los recuerdos de otros tiempos. Los sentimientos que se han agotado. En la obra de Pascal Rambert no existen marcadores textuales, tan solo una concatenación de palabras, de encuentros y desencuentros, apelotonados en la página. A la espera de que cada lector proyecte su intensidad, su pausa, su recorrido. En definitiva, su voz. Porque los textos de Rambert se leen, casi, en voz alta, a pleno pulmón y, en ocasiones, a toda velocidad. Contagiados por la virulencia con la que aborda las cuitas personales, con la que reflexiona sobre nuestra existencia emocional. Con la que, asimismo, lleva a cabo un ejercicio de reducción. Ese mediante el cual dejamos de tener en la ficción una especie de sostén para aguantar el peso de las cosas. El peso de unas palabras de amor y, también, de desamor; de unos gestos de ternura y desaire, de rechazo y de conmiseración. A medida que los personajes de La clausura del amor afrontan sin ambages el fin de su relación.
¿A quién amamos cuando amamos?, sentencia Rambert. ¿Cuál es el poso que dejan los años de convivencia? ¿Cómo se explica la súbita decisión de cortar por lo sano? ¿Qué mecanismo mental, que reacción física, nos lleva a dar por acabada una relación? Buscar lo humano, hurgar en el dolor, en el enfrentamiento, en la tensión entre dos voces que tratan de hacerse entender. Que llevan al límite las palabras, hasta prácticamente agotarlas, para describir el fracaso. La conclusión. El adiós más abrupto, el que congela el tiempo y la memoria, sacando a escena la intensidad de cada momento compartido. De lo vivido. De los viajes, del sabor del sexo, de los caprichos, los planes de futuro y los gestos de admiración. Y ahí está la clave: sacar a escena. Rambert pone en escena esas situaciones para producir un choque más brutal, mucho más contundente, a medida que desnuda a sus personajes de retórica y capas. Cada vez que se enfrentan a la embestida de unas emociones que exigen algo más. Un silencio incómodo, el mismo que intuimos durante la lectura de ambos monólogos. Una pausa para llorar, para lamer las heridas, para reafirmarnos en la convicción de que todo ha terminado. Para evitar mirar de frente. Para conjugar, a través de la obra de este dramaturgo francés, esa espiral de sensaciones que se arremolinan en el estómago, tan agresivas y, sin embargo, tan humanas, que no se puede salir indemne de este diálogo de monólogos. Combate de soledades que describe, que identifica con toda la amargura, las fracturas del desamor.
Ensayo, la otra pieza teatral que acompaña al volumen editado por La uña rota, supone una pequeña ampliación de La clausura del amor. Asentar las bases. Una versión polifónica de esa técnica del monólogo dramático interpretada por cuatro personajes. Cuatro personajes ante una estructura, un grupo, en pleno derrumbe. Una estructura que Rambert identifica con más de un elemento: la ficción, el amor, la confianza o la realidad. El reproche no es tan doloroso, tan hiriente, como el de la anterior pieza, pero habla muy bien de la capacidad de su autor para indagar en lo más profundo de cada cosa. Para describir hasta qué punto somos capaces de reconocer la belleza sin saber muy bien qué hacer con ella. Belleza, amor, verdad… tantas palabras que Rambert nos lanza sin piedad con una mirada, casi, acusatoria. Para poner el acento en el conformismo que adoptamos al hablar de ellas, al relacionarnos con ellas. El aburguesamiento, quizá. La frialdad que proyectan, en vez de la intensidad. Esa misma intensidad que le ponemos al texto, obligados por la escritura ausente de marcadores, cuando nos toca interpretar cada pausa y cada acción. Cuando nos tenemos que dejar la piel para seguir el ritmo de los personajes. De un cuarteto cansado de su relación, consciente de que no hay ficción tan resistente como para evitar que tantos fracasos acumulados no les hieran.
La mirada de entomólogo de Rambert, su precisión a la hora de afilar cada palabra, cada acusación, cada reflexión sobre amor y desamor, describen a un dramaturgo con el músculo suficiente como para poner en escena un teatro que golpea. Que conmueve al espectador/lector porque se dirige allí donde, paradójicamente, faltan las palabras. Hacia ese momento de silencio en medio de la tormenta. Al instante antes del adiós. Antes de que brote la primera lágrima o se seque la última palabra de amor. A la pausa entre una cosa y otra, cuando todavía creemos posible evitar dar explicaciones; sobre todo, a nosotros mismos. Cuando aún no hemos mirado en nuestro interior, en busca de esa sensación de vacío, de angustia y desamparo, tan humana y, al mismo tiempo, tan desgarradora, que se produce cuando reconocemos qué es lo bello, qué es el amor, y sin embargo no sabemos qué hacer con ello. Dolorosa humanidad.
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