Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, de Pier Paolo Pasolini (Errata Naturae) Traducción de Miguel Ros González y Paula Caballero Sánchez | por Juan Jiménez García
En una carta luterana dirigida a Italo Calvino, Pier Paolo Pasolini respondía a fragmentos de un artículo escrito por aquel siempre con la misma frase: “Pero ¿por qué?” Con ella, tal vez involuntariamente, Pasolini se acercaba a su propio misterio como intelectual, a ese estado de interrogación perpetuo que hoy tanto echamos de menos y que, tantos años después de su muerte, hace que sigamos esperándole. Hace que encendamos la televisión o abramos el periódico buscando su nombre, sus palabras, sus aciertos y sus errores, que fueron tantos. Tantos porque, como intelectual (cuando esta palabra valía algo), Pasolini intentó no preguntarse por todo, sino responderse. Y, de paso, respondernos.
Y es seguramente por esa necesidad que tenemos de su presencia, por lo que no debemos extrañarnos de que sigan apareciendo libros suyos (tres en los últimos meses). Y de que ahora, de la mano de Errata Naturae, este Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, nos acerquemos de nuevo, a través de textos seleccionados (e inéditos en nuestro idioma) y entrevistas, a su pensamiento, pero, sobre todo, a su tremenda energía, a ese hambre de entender. Entender, otra palabra caída en desuso.
Dividido en varios bloques, el libro atraviesa ordenadamente buena parte de sus preocupaciones: la guerra, la educación, la cultura, la sociedad (y la soledad… bonito título) o la resistencia. Cada una no deja de ser un trozo de sus obsesiones, de aquello sobre lo que giró su vida y su escritura, y también ese orden esencial que llamaríamos coherencia. Pero no una coherencia que se quiere universal y que se construye con la incomprensión hacia todo lo demás y, fundamentalmente, la negación de toda duda y toda disidencia, sino una coherencia personal de la que solo puede responder como pensador y que está fundamentada en el riesgo y el cuestionamiento permanente.
Para Pasolini la guerra fue aquel momento, irrepetible por tantas cosas (y no siempre buenas), de la juventud. La juventud de Pasolini fue la guerra. La guerra y la madre (ver Amado mío, editado por Seix Barral), pero también el hermano, Guido. Guido partisano muerto por partisanos en un turbio incidente. Y en aquellos años de guerra en los que no participó, también la espera. La espera de su momento, del momento de los jóvenes, de esos jóvenes que tenían algo que contar o, al menos, que tenían esa necesidad de expresarse. Un momento de formación, pero también de expresión. Y, seguramente, a través de su propia experiencia, de reflexionar sobre la formación del hombre. De la escuela. Una escuela necesitada de otros libros de texto y también de otra pedagogía. La felicidad. «La felicidad consiste en el mecanismo voluptuoso del descubrimiento». Es decir, la educación como incitación, nunca como imposición. Primer trauma quizás de algo que le preocupará enormemente: la preservación de una inocencia original. Una inocencia destruida que hace que algo esté desapareciendo. Una ignorancia, un conocimiento primigenio de las cosas, destruida por el consumo, por las ambiciones burguesas, por la necesidad de lo innecesario, ese mal del siglo.
¿Y la cultura? La relación de Pasolini con el mundo de la cultura (en fin, el mundo “oficial” de la cultura) no fue nunca muy cómoda. Para alguien que se sentía igual de a disgusto con la televisión que con los premios literarios, los lugares posibles no eran muchos. Cierto que tampoco necesitaba mucho de estos ambientes de salón o esas discusiones deslavazadas de la pequeña pantalla, pero su espíritu extremadamente combatiente (confundido con su ánimo de provocar, de decir) no podían huir de aquello. Aunque solo fuera en una especie de movimiento constante entre lo que es, lo posible y lo deseable. Para Pasolini, siempre entre dos mundos, siempre en ningún lado, siempre de cuerpo en un sitio y de espíritu en otro, la cultura es la cultura de los pobres, muy lejana de aquello que nos venden, que nos dan por cierto. Peor: por único. Por eso, se encuentra más cómodo hablando de la sociedad que de ese mundo al que pertenece (y que debería ser solo una parte de ese otro todo, pero no es tan seguro). El escritor se interroga sobre los teddy boys (esos ragazzi de vita acomodados… ver La nebulosa, editada por Gallo Nero), sobre sus razones, sobre la condena inmediata de algunos delitos (sin que haya derechas e izquierdas a la hora de juzgar en ese precipitación, desvelando algo que va más allá de ideologías), sobre «tener la valentía suficiente para escandalizarse», sobre la pérdida de esa inocencia original de la que hablábamos (casi de habitante del paraíso… un paraíso sin frutos prohibidos, pobre, digno), o como la libertad sexual «por sí sola» no conduce a ningún lugar (como tampoco conduce la libertad por la libertad, añado), siendo necesario saber qué hacer con ella, para evitar que acabe convertida en una variante más del consumismo.
Frente a todo esto, frente a esa rabia continua combinada con un amor ilimitado por algo, ¿qué queda? La resistencia. La labor del intelectual, la labor de Pasolini, fue resistir, resistir respondiendo a las preguntas que se hacía y que le hacían. Pero ni tan siquiera la resistencia ha conservado su inocencia. El 68 servirá a Pasolini como la prueba de algo y le colocará en el sitio más inesperado: con los policías. Con los policías porque son los policías los hijos de la pobreza y no aquellos jóvenes hijos de burgueses y futuros burgueses ellos mismos. Su postura ni tan siquiera será excepcional (Marco Ferreri no andaba muy lejos) y el tiempo, siempre el tiempo, acabaría por darle la razón, una razón que él ni tan siquiera usará. Y no usará porque después de todo no dejó de equivocarse como se equivocaban todos. Unos y otros. En todo caso, esos años le servirán para pensarse como generación, y también para pensar en esas tres generaciones que van desde la guerra hasta aquel mes de mayo. Y su pensamiento volverá a tener algo de triste, de esa tristeza que da el saber que nada puede ser aunque todo sea deseable. Es más, que hay que luchar por ese deseo, aun en su improbabilidad.
El libro se cierra con dos fragmentos testamentarios: un involuntario diccionario de su pensamiento, recopilado a partir de las entrevistas que mantuvo con Peter Dragadze, y su última entrevista, realizada por Furio Colombo unas horas antes de su asesinato. «Para mí es más fácil escribir que hablar», acaba por decir, pero ¿qué es la obra de Pasolini sino una conversación constante con su tiempo? Su poesía, su cine, sus palabras, sus gestos, todo hablaba y nos hablaba. Aquella extraordinaria necesidad de contar lo convierten en un testigo (humano) de su tiempo, dado que tuvo a bien acertar y equivocarse, y asumir todo como una misma cosa: el camino de un hombre. Un hombre que vive. Un hombre que piensa, que se pregunta, que responde.