Las dos caras de enero, de Patricia Highsmith (Anagrama) Traducción de Amalia Martín-Gamero | por Óscar Brox
De entre sus múltiples virtudes, Patricia Highsmith destacó por urdir relatos en los que sus tramas semejaban un incendio con diferentes focos; cuando uno de ellos parecía sofocado, otro rebrotaba con virulencia. Ese ardor bien podría describir la punta que la autora sacaba tanto a lo moral como a lo psicológico a través de personajes vulnerables, agotados, en busca del camino más corto para hallar otra vida o para liquidar esta. Una oportunidad de oro para dirigir la mirada hacia sus acciones, desesperadamente humanas, y sus consecuencias. Con motivo del estreno de su adaptación más reciente, la editorial Anagrama desempolva en su colección Compactos Las dos caras de enero, una muestra brillante del talento de la escritora para echar un vistazo a nuestros rincones más oscuros.
La historia nos sitúa en Grecia, tras los pasos de los MacFarland, un matrimonio norteamericano. El marido, Chester, es un estafador con múltiples identidades que organiza timos piramidales y negocios a medio cocer para cobrar generosas comisiones mientras despluma a su cartera de clientes. Acostumbrado a cambiar de nombre y moverse entre los márgenes, MacFarland hace gala de su laxitud moral al tiempo que disimula los problemas que le han invitado a abandonar los Estados Unidos. Rydal, el tercer eje del relato, también es americano y se encuentra en Grecia en busca de aventuras. El choque entre los tres personajes sucede cuando un detective local descubre la identidad de Chester y este acaba, accidentalmente, con su vida. Movido por un impulso interior apenas explicable, Rydal le ayuda a ocultar el cadáver y sella así su destino junto al del matrimonio. En el fondo, insinúa Highsmith, ambos hombres comparten el mismo rostro en diferentes etapas; lo único que les diferencia es que MacFarland oculta peor su desintegración moral.
Para Highsmith hay en esa fascinación que une a los tres personajes una combinación letal entre trauma, ambición y una potente atracción homoerótica. Rydal evoca en Chester la figura de su padre y la relación turbulenta que marcó su despertar a la madurez; también, un competidor, otro predador en el mismo espacio, al que arrebatar sin piedad su objeto más preciado: su esposa Colette; y, por último, un compañero, otro miserable solitario, con el que secretamente desea fundirse en su viaje hacia la nada. De ahí que la autora maneje las diferentes fricciones que afloran en el relato con el mismo pulso enfermizo, como si nos obligase a contemplar la putrefacción de una hermosa estampa que lentamente cae a pedazos. Sin remordimientos, bajo ese acoso moral al que somete a sus propios personajes, individuos perseguidos y sepultados por una cadena de errores de los que no saben cómo desembarazarse.
Chester, padre postizo y compañero, detesta tan enérgicamente a Rydal que desearía matarlo con sus propias manos. Él, al fin y al cabo, solo es un estafador vulnerable y derrotado cuyo mayor crimen es acabar con lo único que quería. Asolado por un mundo que se autodestruye, no le queda otra solución que huir mientras intenta evitar al fantasma de ese joven que sigue cada uno de sus pasos. Rydal, en cambio, nunca ha matado, le falta valor moral para hacerlo. Desearía que Chester fuese su primer cadáver porque cuanto más lo conoce más le recuerda a ese padre terrible que traumatizó sus primeros pasos. Highsmith juega al gato y al ratón con ellos, como si se tratase de dos enamorados que comparten sus íntimas frustraciones; los observa, incluso los compadece, pero nunca oculta ese atisbo de maldad que nutre sus acciones. Ese pensar mal que en la novela adquiere unas resonancias tan profundas como terroríficas. En el fondo, nos dice, somos testigos de la descomposición de un par de máscaras, de identidades confusas, que en su huida sin tregua han olvidado quiénes son realmente.
En Las dos caras de enero el detalle grotesco queda al margen, anulado por el combate psicológico que enfrenta a sus dos personajes principales. Padre e hijo, compañeros y amantes, destinados a quererse y a eliminarse, como en un terrible ciclo vital que no puede admitir la supervivencia de ambos. A medida que la novela avanza, el final de Chester se fragua página a página, anotado en su creciente alcoholismo o en la pérdida de ese aspecto de gentleman acaudalado que naufraga cuanto más cruenta es la persecución. Rydal siempre parece tener la sartén por el mango, y sin embargo hay algo dentro, en su conciencia, que le impide ejecutar el golpe de gracia. Una rara forma de compasión, de amor, que siente hacia ese pobre hombre al que ha destruido lentamente. Highsmith no hace nada por evitar el desenlace; al contrario, su escritura seductora lo jalea desde la narración, como un oscuro deseo de llevar a sus personajes hasta el mismo límite, de doblegarlos de tal manera que aflore definitivamente ese temperamento moral que tanto se han esforzado en disfrazar.
Para un lector contemporáneo, Patricia Highsmith puede resultar una autora demasiado severa, una mente sin escrúpulos que traslada toda su turbiedad a escenarios de ensueño que se tornan pesadillas vivientes. De alguna manera, la autora de El talento de Mr. Ripley tuvo la virtud de escribir relatos criminales como si se tratase de historias de amor imposibles, y viceversa. En Las dos caras de enero, un hijo cree encontrar al fantasma de su padre en un chantajista fugado, y se entrega a esa relación con todo el amor-odio acumulado durante años. El mérito de Highsmith radica en mostrarnos esa corrupción moral y esos ambientes degradados como una patética y postrera carta de amor al padre. La inquietud, en definitiva, queda plasmada en ese último gesto de Rydal que cierra la novela: la necesidad, la compañía, la compasión final por un delincuente que le hizo reabrir una herida nunca cicatrizada. La del padre que nunca tuvo y el hijo que nunca pudo ser. Ese impulso interior que describe sus acciones.